El gran silencio
Aunque no lo confesaré ni en presencia de mi abogado –porque o bien queda fatal con los valores que priman hoy en día, o bien es objeto de chufla–, lo cierto es que siempre me ha atraído la vida contemplativa. De hecho, el estudio de las diversas religiones ha sido una de mis inquietudes más queridas a lo largo de los años. Aún así, como saben mis “improbables” lectores (el adjetivo se lo tomo prestado a mi amigo Rodríguez Rivero) nunca hablo ni escribo sobre religión. Resulta muy complicado hacerlo en un país en el que ésta ha tenido un peso tan preponderante y en el que ahora es motivo de controversia incluso política. Para mí la espiritualidad es algo privado, muy íntimo y de ningún modo moneda de cambio. Dicho esto, me gustaría comentarles mi curiosa experiencia con una película, la llamada El gran silencio. Fue precisamente visitando la cartuja de Miraflores, en Burgos (en plan turista, aclaro), donde nos contaron que se estrenaría un film sobre la vida de los monjes en La gran Cartuja, en los Alpes franceses. “Tardaron dieciséis años en lograr de los monjes permiso para hacerla” nos contó el guía de Miraflores. “Los preparativos llevaron dos años, el rodaje uno y la posproducción dos más, de modo que transcurrieron veintiún años hasta su finalización”. Ya en Madrid me enteré de más datos curiosos: la cinta no sólo ha ganado diversos premios comerciales sino que los distribuidores han quedado asombrados por la inesperada acogida, tan notable que ha llegado a desbancar a otras ofertas para el gran público, como por ejemplo la archipublicitada Borat. Hay que decir, además, que El gran silencio no hace la más mínima concesión a la comercialidad. Dura –agárrense a la brocha– casi tres horas. Tres horas en las que apenas se articulan una veintena de palabras. Tampoco se nos explica lo que estamos viendo, no se recrea en imágenes impactantes o curiosas, y no hay testimonios personales (salvo uno muy breve al final).
Por no haber no hay siquiera música, salvo unos cantos o letanías que tampoco destacan por su belleza. Con este panorama, comprenderán que estaba yo de lo más intrigada por ver el comportamiento del público. Bien, pues para empezar, diré que la sala estaba llena y que los espectadores eran de lo más variopinto. En el periódico había leído que acudían muchos religiosos, pero desde luego ese día no vi ninguno.
Había, sí, matrimonios de mediana edad y muchas señoras solas, pero también gente joven. Si hablamos de la inclinación política de los presentes y les aseguro que había de todo. Desde claros votantes del PP hasta progres, pasando por jóvenes sin inclinación política alguna. Otro dato curioso es que nadie comía palomitas o bebía refrescos. No sé si estaba prohibido o era voluntario, pero en cualquier caso se agradecía la abstinencia porque, en una película en la que el silencio es rey, hubiera sido de lo más molesto estar oyendo los crunch, crunch del vecino. Tuve buen cuidado, además, de contar cuánta gente desertaba: se marcharon apenas cinco personas y ahora paso a contarles mi impresión de la película. Recoge un año completo en La gran Chartreuse de Grenoble, pero no lo hace como un documental, sino como si el espectador fuera un infiltrado dentro del monasterio. Por eso no se dan explicaciones.
Lo más logrado, a mi modo de ver, y donde reside su atractivo, es que consigue transmitir la visión que tienen los contemplativos de la realidad. Una realidad muy distinta de la nuestra, lenta, morosa, impregnada de una belleza simple, inexplicable.
Tan lenta es, que me recordaba esas tardes infantiles en las que me pasaba horas tumbada en el suelo con la cara cerca de la tierra, observando con demorada fascinación la laboriosidad de las hormigas e intentando descifrar todos sus secretos. Sí, creo que lo maravilloso de esta película, más allá de la experiencia espiritual que, como digo, es para mí muy personal y por tanto no hablo de ella, es que logra devolvernos a los paraísos perdidos. A lo que fuimos y ya no somos. Si es verdad que hay ser como niños para entrar en la otra vida, los cartujos han logrado el prodigio de serlo también en ésta. Afortunados ellos.