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Una cuestión de favores

–No lo entiendo –me decía hace poco una amiga. –¿Puedes explicarme qué le pasa a María? Toda la vida me he portado fenomenal con ella. Cuando se estaba separando de su primer marido la tuve viviendo en casa, incluso la ayudé a buscar un abogado. Luego, cuando empezó a salir con Juan, la apoyé frente a personas que la criticaban por tener novio a un mes de su separación, y ahora, cuando le va fenomenal, cuando ha conseguido todo lo que quiere, me ignora, y casi no me saluda ¿Tú comprendes esto?
Quien más quien menos, todos nos hemos encontrado alguna vez ante una situación parecida. Uno le hace un favor a una persona, le presta dinero cuando está necesitada, por ejemplo, o da la cara por ella en un momento difícil y luego, cuando todo se ha solucionado, lejos de mostrarse agradecida, o bien hace como si el favor nunca hubiera existido o, peor aún, se aleja de nosotros. La explicación más fácil a este tipo de conducta es, naturalmente, la que propone el tango Cambalache. Ya saben, aquello de que el mundo fue y será una porquería y que siempre estuvo lleno de ingratos, egoístas, gorrones, etcétera. Por eso, uno se puede quedar con esta interpretación y no darle más vueltas.

Sin embargo, como mi estrategia para subsistir en este valle de lágrimas ha sido siempre procurar entender las actitudes de los demás que me resultan incomprensibles, he estado cavilando por mi cuenta. ¿Por qué es tan común que después de ser el confidente de alguien que nos revela sus faltas más íntimas llega un día en que esa persona se dedica a decir por ahí, por ejemplo, que somos “unos mentirosos”. O ¿por qué una amistad muy estrecha se rompe cuando el otro cambia su situación social o económica? Del primer caso que he mencionado puedo referir una experiencia personal. Una vez, una compañera de colegio de esas que no se guardan ni las intimidades más espeluznantes me hizo jurar por siete cruces que yo jamás contaría cierto episodio de su vida sexual. Como soy muy mirada para esto de los juramentos, jamás desvelé a nadie su secreto. Por eso, cuál no sería mi estupor al enterarme, años más tarde, que esa joya de criatura, cuando alguien le preguntaba por mí iba y decía: “¿Carmen Posadas? Uy, sí; estaba conmigo en el colegio, muy simpática, pero nada de fiar ¿sabes? cuenta cada trola, ni te imaginas…” Con el tiempo me di cuenta de que lo que la joya pretendía era curarse en salud por si yo me iba de la lengua, pero en un primer momento, cuando una se entera de estas cosas, se queda patidifusa. Otras actitudes, o tal vez debería decir traiciones, son igualmente injustas. Como las de esas personas que ningunean a alguien que conocieron en una situación económica o social anterior y menos privilegiada. O las que no sólo no agradecen que les presten dinero sino que “olvidan” completamente dicho préstamo. No es que yo intente justificar ninguna de estas conductas pero creo que es sano y también útil tratar de buscar en todo lo que uno padece eso que lo que los ingleses llaman “el factor humano”.

El refranero, que es muy sabio, aconseja: “nunca pidas a quien pidió” y luego añade “ni sirvas a quien sirvió”. Por tanto, no es que la gente sea ingrata –que lo es–, ni que pretenda reinventar su pasado –que también–, sino que la razón para tanto “olvido” está muy relacionada con la propia estima. En otras palabras, lo que ocurre es que a nadie le gusta que le recuerden que estuvo antes una situación precaria o humillante o simplemente menos ventajosa y, tontamente, pretende borrarla, ignorando a quien fue testigo de ella.
Por eso, la próxima vez que topen con tan singular fenómeno, acuérdense de mí y no le den demasiada importancia. Los vericuetos de la mente son tan extraños que hacen que el ser humano sea así de contradictorio, capaz de lo más sublime y también de lo más mezquino. En suma, hay personas que nos lo perdonan todo… Todo, salvo que les hagamos un favor. Curioso ¿no?

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