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Porque tengo derecho y porque yo lo valgo

Con lo insufrible que se ha vuelto la tele, yo cada vez pongo menos atención a los programas y más a los anuncios. Es algo que me ha divertido desde niña, cuando hacía concursos con mis hermanos para ver quién acertaba antes lo que anunciaba cada spot. Ahora en cambio los utilizo para tomar el pulso a lo que me rodea porque los considero termómetro ideal de lo que la gente piensa, también de lo que le gustaría alcanzar. Últimamente me he fijado en uno de gafas cuyo claim dice algo así como: “Te damos dos gafas por el precio de una. Porque te lo mereces y porque tienes derecho”. Como ven, el mensaje conecta con esa idea ahora tan extendida de que uno tiene “derecho” a todo. Y basta seguir viendo la tele para darse cuenta de lo arraigada que está dicha idea y cómo se manifiesta en las situaciones más variopintas. Por ejemplo, los miembros de esa ONG catalana que fueron rescatados hace unos meses (previo pago de un pastoncio) anunciaron que pronto volverán a formar otra caravana para seguir con su ayuda solidaria a África de las mismas características de la que los llevó a estar secuestrados durante meses. Y de nada ha servido que las autoridades les dijeran que, si en efecto quieren ayudar, utilicen los canales oficiales de cooperación internacional que ya existen y que son seguros. No, ni hablar, porque lo que mola es vestirse de Coronel Tapioca y atravesar el desierto a lo Tintín en el país del oro negro (a lo Hernández y Fernández para ser más exactos). “Estoy en mi derecho” –dicen–. “Y si me cogen” –habría que añadir– “ya vendrá papá Estado a salvarme y pagar el pastizal que haga falta”. Ya que hablo de aventuras de riesgo, siempre me han llamado la atención, también, los “derechos” de los que les da por meterse en una cueva imposible o escalar un pico escarpado y luego no saben cómo salir ni cómo bajar. Y conste que no me refiero a espeleólogos y montañistas federados que saben lo que hacen sino a cualquier lechuguino que se le antoje triscar por los montes o tirarse por un torrente porque está en “su derecho”. Es una pena que yo tenga tan mala memoria para las cifras, porque el otro día vi (una vez más en la tele) lo que le cuesta a la Guardia Civil mantener cierta brigada especial que se ocupa, únicamente, de rescatar a todos estos émulos de Indiana Jones. Lo que le cuesta, no solo en dinero –habría que añadir– sino en algo que nadie parece valorar, el riesgo que corren los agentes al rescatar al panoli de turno que se ha quedado atascado en una gruta o colgado en el pico de un monte. Sí, en este mundo feliz que hemos inventado, todos tenemos derechos pero nadie parece tener deberes. Y eso está muy bien mientras se trate de casos como los que acabo de señalar puesto que el papanatismo general acepta (¡e incluso aplaude!) que se vaya al rescate de este tipo de gente. Lo malo, a mi modo de ver, es que esa idea de “tengo derecho” juega en contra de otra azarosa búsqueda en la que todos andamos embarcados: la de la felicidad. Porque otra tonta idea muy extendida es que todos tenemos “derecho” a ser felices, como si eso fuera una prebenda más. Cuando, en realidad, quien piensa que tiene derecho a ser feliz está comprando todas las papeletas para no serlo porque ni siquiera conoce los rudimentos de dicha búsqueda. Ignora algo tan elemental como que la felicidad no está en la meta sino en el camino. Ignora también que, por propia definición, la felicidad es fugaz y que, si uno quiere estar contento, es preferible buscar la serenidad o la paz interior. E ignora, por fin, que el mejor antídoto contra la frustración es no creerse con derecho a nada porque solo así conocerá la incomparable felicidad de lograr aquello que desea y por lo que tanto ha trabajado.

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