El segundo sexo revisitado
Cada vez con más frecuencia surgen voces que escandalizan a las feministas recalcitrantes cuestionando el postulado de que hombres y mujeres somos iguales. E incluso van más allá y se atreven a poner en entredicho la mismísima Biblia del feminismo. Me refiero a El segundo sexo, célebre libro de Simone de Beauvoir, en el que decía más o menos que nosotras no nacemos mujeres, sino que llegamos a serlo. Es decir que la diferencia entre unas y otros es solo cultural, no de otra índole, y que el comportamiento femenino está condicionado por lo que se espera y desea de nosotras. Lo más curioso del caso es que las voces discordantes de las que hablo no pertenecen al sexo masculino sino a ese segundo sexo al que yo también me honro en pertenecer. Supongo que si lo que voy a decir a continuación lo escribiera un hombre, le sacarían la piel a tiras, pero como soy chica, me voy a dar el gustazo de afirmar que Simone de Beauvoir estaba equivocada. Por supuesto no es mi intención apearla del pedestal al que, con todo merecimiento, la aupó el siglo XX. Tampoco voy negar su rol fundamental a la hora de sacarnos del rincón al que nos había relegado la Historia y situarnos en el centro de la vida actual. Lo que sí voy a puntualizar es que su postulado, por muy útil y por muchas puertas que abriera en su momento, no resulta cierto.
Sí, sí se nace mujer. Y no, no somos obligadas por el hombre ni por la cultura vigente a ponernos guapas para gustarles tal como apuntaba ella en su libro sino que la coquetería y la seducción son universales, ancestrales y forman parte importante de nuestra forma de ser. Nancy Hudson, una escritora canadiense que el año pasado puso en pie de guerra a las feministas francesas con su libroReflejos en el ojo del hombre, sostiene, por ejemplo, que buscar la igualdad en lo que se refiere a tener acceso a las mismas oportunidades que ellos sigue siendo fundamental, pero para alcanzar dicha igualdad es necesario hacer un buen diagnóstico del problema. Y decir, por ejemplo, que las actitudes consideradas “femeninas” no son detestables. “No tiene nada de malo querer gustar” –apunta Hudson con lo que ella llama su mirada darwiniana, es decir, observando al ser humano como lo haría el famoso autor de El origen de las especies–; “Somos mamíferos abocados por la naturaleza a reproducirnos y a mejorar la especie”. Lo que sí le parece absurdo a Hudson (y a mí también) es la exacerbación que del sexo hace la sociedad y, sobre todo, el mundo capitalista a través de la publicidad. ¿Se apareará uno más ventajosamente si conduce determinado tipo de coche? ¿Es necesario fingir un orgasmo para vender una marca de chocolate? ¿Le perseguirán a una los hombres si usa tal o cual perfume? Hasta ahora el cuerpo femenino era el más explotado en este sentido, pero de unos años a esta parte, empieza a serlo también el masculino. Ahora son ellos los que adoptan posturitas sexys para vender jabones, relojes o cremas de afeitar. Yo debo de ser una carca y una antigua porque no me ponen nada esos efebos depilados que se contorsionan sudorosos incitándome a comprar tal o cual producto. Aunque empiezo a pensar que tal vez no se trate de ser o no carca sino que mi frialdad como consumidora está relacionada con el hecho de que hombres y mujeres somos diferentes, incluso cuando se trata de incitarnos a consumir. De esta particularidad se dieron cuenta hace ya muchos años las revistas dedicadas a uno u otro sexo. Salvo honrosas (y rara vez exitosas) excepciones, las revistas femeninas contienen sobre todo fotos de mujeres, mientras que las de hombres… las de hombres también contienen mayoritariamente fotos de mujeres, a menos que se trate de publicaciones gays. ¿A qué se debe esto? A que a nosotras nos gusta mirar a otras mujeres para imitarlas, para inspirarnos. Ellos son distintos, tienen el sexo presente en casi todas sus actividades habituales, incluso mientras leen tranquilamente una revista. En efecto, somos diferentes y no se trata de un tema cultural o aprendido, como sostenía Beauvoir. Por supuesto no quiero decir con esto que no sea necesario continuar intentando erradicar los muchos resabios machistas que aún persisten en el primer mundo y no digamos en el tercero. Pero lo haríamos más eficazmente si nos olvidáramos de lo políticamente correcto. Cada sexo tiene aptitudes distintas y, para alcanzar la igualdad, no hace falta empeñarse en emular al contrario. Siempre me ha llamado la atención por ejemplo ese afan de algunas congéneres mías por decir que una mujer puede hacer exactamente lo mismo que un hombre. Eso será verdad en el plano intelectual, pero no puede extrapolarse a todas las circunstancias ni a todas las profesiones. Hace unos meses hubo una gran polémica en los medios de comunicación porque unas chicas insistían en su derecho a convertirse en bomberas y otras en mineras. “Somos víctimas de una injusta discriminación” –argumentaban– “¿acaso no somos tan aptas como ellos?”. No sé en qué quedó la polémica, pero desde luego no hace falta dedicar ni una línea a explicar que, obviamente, nosotras no somos tan fuertes como los hombres. Otra cosa que llama la atención son esos educadores empeñados en formar a los niños (varones) para que sean, según sus propias palabras, “seres humanos sensibles”. Y para lograrlo, los ponen a jugar con muñecas o a las casitas. De momento me temo que no han tenido demasiado éxito con el experimento. Indefectiblemente, las muñecas acaban convertidas en armas arrojadizas y la casita en un wigwam cherokee. No sé qué tiene que ver la sensibilidad con jugar a las casitas, pero negar que los varones sienten mayor inclinación a ciertos juegos y las chicas a otros es tan tonto como querer ser bombera o minera.
Por todo esto, yo que soy gran admiradora de Simone de Beauvoir estoy segura de que ella, que era una mujer sabia y por tanto inclinada a cambiar de opinión, escribiría ahora un libro que bien podría llamarse El segundo sexo revisitado. Uno en el que, sin renunciar a la esencia de sus tesis dijera que no, que no somos iguales. Ni mejores ni peores, ni más inteligentes ni más tontas, ni menos ni más sensibles, sino gloriosamente diferentes. Y a Dios gracias, añadiría yo, porque sería aburridísimo de otro modo.