Algunos renglones
El otro día tuve la oportunidad de ver por televisión un discurso institucional de George Bush y observar su muy pensada puesta en escena. Sus asesores, expertos sin duda en lenguaje subliminal, lo tenían todo previsto: primero nos mostraron al presidente entre bambalinas dando los últimos toques a su traje oscuro y a la consabida camisa azul a juego con la corbata (por lo visto, esos colores son los que mejor transmiten sosiego, seguridad, atractivo, etcétera). Luego pudimos admirar la entrada de la primera dama en el recinto: ésta lo hizo vestida de azul y blanco, al estilo Purísima, y se sentó, vaya por Dios, qué tonta casualidad, entre un afroamericano y una mujer tocada con un chador. A continuación se produjo el momento estelar, con la llegada del gran hombre a la sala del Congreso de los Estados Unidos flanqueado por incondicionales, posterior subida al podio saludando a derecha e izquierda con una medida media sonrisa y después sus palabras, firmes pero a la vez conciliadoras, patrióticas pero también cuidadosas, para no herir la sensibilidad de un pueblo que empieza a mostrarse inquieto por el alto precio en vidas humanas que se está cobrando esa chapuza llamada la “salvación de Irak”.
Bush se la jugaba en esta intervención porque su popularidad actual roza mínimos históricos sólo comparables con los de Nixon en pleno Watergate. Y es que no sólo se abate sobre él el desastre de su política respecto de Irak sino otros fracasos que afectan más directamente a los americanos, como su incapacidad de encaminar ciertos asuntos de política interna y su mala gestión en la tragedia del huracán Katrina. Sin embargo, yo tengo comprobado que hay personas que, como dicen los ingleses en una frase hecha muy gráfica consiguen to get away with murder o, lo que es lo mismo, que se les perdone hasta un asesinato. Otros, en cambio, son vapuleados, desprestigiados y por supuesto condenados por muchísimo menos. Si para nosotros, simples mortales, la diferencia es lamentable, cuando se trata de políticos en puestos clave, la doble vara puede ser trágica.
Como sin duda recordarán, a Bill Clinton estuvieron a punto de obligarlo a dimitir por un asunto de faldas. “No se trató de un mero asunto de faldas” adujeron entonces sus inquisidores con el flamígero fiscal Ashcroft a la cabeza, “el presidente Clinton ha mentido al pueblo de los Estados Unidos con respecto a la señorita Lewinsky y debe pagar por ello”. Si mentir al pueblo de los Estados Unidos es tan grave, me pregunto yo dónde estaban los Ashcroft de este mundo cuando tuvieron lugar ciertas actuaciones del señor Bush, como maquillar los resultados electorales para deshacer el empate técnico con Al Gore en el 2000, por ejemplo. O cuando hizo creer a la opinión pública que el autor de los atentados del 11 S era Sadam Hussein. O cuando nos contó a todos que Irak tenía armas de destrucción masiva, e incluso hizo que Colin Powell nos mostrara las supuestas fotos en la ONU. Ante tantos excesos no ha habido ashcrofts, torquemadas ni savonarolas. Más aún, cuestionar la política antiterrorista del presidente, incluidas las tropelías de Guantánamo y Abu Grahib es, a ojos de muchos, ser un antipatriota. Algunos argumentan que tanta indulgencia de la opinión pública norteamericana se debe a que el señor Bush ha sabido capitalizar a su favor el trauma de un país, el más poderoso del mundo, al ser humillado por unos fanáticos que se ocultan en quién sabe qué oscuro rincón del mundo. Esperemos que ésa sea la razón, puesto que los Estados Unidos son una gran nación, con suficientes mecanismos compensatorios como para poner freno a los excesos de todos, incluido su presidente.
Porque la otra explicación posible es que, en efecto, hay personas que consiguen como dicen los anglosajones “que se les perdone hasta el asesinato ” ¿Qué pensará de todo esto Bill Clinton, víctima del doble rasero y tal vez futuro presidente consorte de los Estados Unidos? Desde luego, Dios escribe recto con renglones muy torcidos, no hay duda.