Hace unos meses publiqué un artículo que tuvo una gran y, para mí, inesperada repercusión. Lo titulé “No lo conozco, solo nos hemos acostado”, y venía inspirado por una charla TED dada por una chica de dieciocho años en la universidad de Cádiz. En ella, Chipi Lozano se asombraba de cómo hoy en día, entre las personas de su edad, tomar un café con alguien que te gusta y hablar se ha convertido en algo más comprometido e íntimo que irse directamente a la cama con él o ella. ¿Cuáles pueden ser las razones? ¿Alergia al compromiso? ¿Miedo a estar perdiéndose algo mejor? ¿Simplemente un a vivir, que son dos días? A partir de su publicación, he recibido multitud de cartas y mensajes, incluso hay quien me para por la calle y me muestra que lleva mi artículo en la cartera. Una inmensa sorpresa porque, para alguien de mi generación, en la que el sexo era tabú, no es fácil comprender que ahora que la libertad es total y se pueden tener una relación, dos o todas las que se quiera y con personas de un sexo u otro, lo tabú sea… enamorarse. Curiosa paradoja, si se fijan, porque, de un tiempo a esta parte, todos nos hemos vuelto pánfilos. En otras palabras, amamos a todos y a todo (eso, precisamente, quiere decir ser un pánfilo). Antes el amor había que demostrarlo, ahora en cambio, basta con proclamarlo sin tasa. Hay gente, por ejemplo, que llama “cariño” a todo bicho viviente. No solo a su pareja, a sus hijos o a sus padres, también a sus conocidos, a su perro y hasta al frutero de las esquina, cuando va a comprar un kilo de mandarinas. Las conversaciones telefónicas por su parte acaban siempre con un ¡te quiero! Mientras que los whatsapps necesariamente han de ir alicatados hasta el techo de corazoncitos y besos mil porque toda ocasión es poca para reiterar amor sin fin a este, aquel y al de más allá. Una se pregunta cómo el mundo está como está con tanto derroche de amor pero ese es el espíritu de los tiempos de modo yo también voy por ahí profesando amor a troche y moche, no sea que me tachen de borde, o peor aún, de cometer el más grave de los pecados modernos: ser insensible. Sensibilidad, he aquí una palabra totémica. Es fundamental declararse súper sensible a la menor ocasión, también súper solidario y súper comprometido y para demostrarlo no es necesario hacer nada, basta con tomarse un selfi formando un corazón con la mano mientras se mandan besitos al éter. Pero bueno, perdonen, me he desviado del tema que nos ocupa, que es en qué momento los más jóvenes empezaron a sufrir eso que los anglosajones llaman FOMO (fear of missing out) lo que, de alguna manera les impide decantarse por algo o por alguien no sea que pierdan otras opciones más interesantes. Un síndrome que no solo se da en el terreno amoroso, también en el resto de deseos. Porque, a menos que la pandemia y su fea hermana la crisis económica hagan que volvamos (ojalá no sea así) a pasadas estrecheces, hoy los anhelos duran un suspiro. Desea uno un móvil, por ejemplo, e instantáneamente lo tiene de modo pasa a desear vehementemente una chupa de cuero que tampoco aprecia porque ahora quiere la de su vecino que es más cara, y así objeto de deseo en objeto de deseo, igual que de cama en cama, uno no disfruta de nada. Tal vez por eso, todos tenemos que derrochar te quieros y llenar los whatsapps de corazoncitos rojos, azules y morados sin saber que amar a todo el mundo es tanto como no amar a nadie del mismo modo que hacer el amor no es amar. Dirán que pienso como una vieja, y es verdad, pero qué quieren que les diga, me gustaba más el amor cuando se sentía y no se trompeteaba. Y sin embargo es necesario reconocer que amar no es fácil, amar es una trabajera. Porque no se trata de un rayo divino que cae del cielo como muchos piensan sin que (el que da felicidad y sosiego, el otro no interesa) es un sentimiento que solo prospera si se lo mima, se cuida, se alimenta. En otras palabras, es exactamente lo contrario del “miedo a perderse algo” no en vano consiste en elegir, en un hacer una apuesta por alguien y por tanto también en descartar. El resto solo son emoticonos en el móvil y acrobacias de cama.
Con tanto panfilo y tanto buenismo cariñoso me he acordado de una frase de
Friedrich Nietzsche.
“Los monos son demasiado buenos para que el hombre pueda descender de ellos. “
Amar si que da trabajo si, y mucho, pero ¿cuánto trabajo es el adecuado para estar invirtiendo en felicidad y sosiego y no en una causa sin futuro? ¿Cómo se sabe eso?
Somos del siglo XX. Un saludo