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Bienvenidos al club

El otro día tuve un momento de dislocación espacial o algo así. Hojeaba una revista del cuore y hete aquí que sus protagonistas eran los mismos de siempre pero, en vez de hablar de amores, divorcios y bodorrios anunciaban, oh portento, que se habían convertido en escritores. Y para no dejar lugar a dudas de la metamorfosis, optaban por fotografiarse con un aire de lo más intelectual –una lucía gruesas gafas de pasta, otro sujetaba la soberbia testa con tres dedos a la barbilla, muy Marguerite Yourcenar, y por supuesto todos enseñaban orgullosamente el producto de sus meninges: un grueso y lustroso libro. Otro tanto ocurre con políticos, deportistas, periodistas, actores de cine, banqueros… Llegado un momento, todas estas personas deciden que necesitan escribir un libro. Algunos redactan memorias, otros dan consejos, o escriben novelas, ensayos o libros de autoayuda; hay a quienes les da por la literatura infantil, los consultorios sexuales o las recetas de cocina, toda una fiebre creadora. Si el fenómeno se redujera al grupúsculo de los famosos, pensaría que lo que buscan es añadir más fuego a la hoguera de sus vanidades. Al fin y al cabo, en un mundo en el que la gloria dura un cuarto de hora, como profetizó Andy Warhol, hay que estar reinventándose permanentemente para no caer en el olvido. Sin embargo el interés por convertirse en escritor es general y va mucho mas allá. Hace un año en Francia, por ejemplo, una encuesta reveló que la mitad de los franceses deseaba escribir un libro o estaba en proceso de hacerlo. Como alguien que lleva más de treinta años en esto, este interés tan generalizado me llena de alegría pero también de asombro. Y es que este no es un oficio grato. Se pasa uno –literalmente– años peleando con las ideas, con las imágenes o con las palabras en una gran soledad. ¿Y todo para qué? Para que a veces el esfuerzo ni siquiera vea la luz. Porque en este oficio no triunfa el más inteligente ni el más preparado o el más talentoso, tampoco (en contra de lo que muchos creen) sirven de gran cosa los enchufes. Basta con mirar la lista de los autores que triunfan tanto por tirón popular como por predicamento intelectual, para ver que ni están todos los que son, ni son todos los que están. Escribir tampoco da mucho dinero. Erica Jong, autora de best sellers mundiales y de calidad como Miedo a volar, cuenta en su biografía que una vez calculó la media de lo que había ganado a lo largo de su carrera, y se dio cuenta de que era menos que lo ingresado por un higienista dental. Escribir no da visibilidad. El noventa por ciento de los premios Nobel podría ir por la calle sin que nadie los mirara dos veces. ¿Y predicamento? Tampoco tiene mucho hoy la escritura, me temo. En una sociedad hiperconectada por internet y los diversos medios de comunicación, vale tanto el criterio de un intelectual como el de un bloguero de moda o un vociferante tertuliano televisivo. ¿Escribir ayuda a que uno ligue más, y que se prenden de uno por su bella alma sin reparar en otros atributos? Niet. Aquella historia de Cyrano de Bergerac enamorando a Roxana con la palabra es eso, solo una bella historia… Ya ven pues, escribir no da glamour ni pasta. No hace que la gente le escuche a uno como santa palabra ni lo convierte en miembro de ningún star system, menos aún hace que se le multiplique el sex-appeal y se vuelva George Clooney o Angelina Jolie. No obstante, si a pesar de lo dicho siente usted ese runrún que le dice que en su cabeza hay una historia que merece ser contada. Si por las noches se despierta con una imagen, una frase, un pálpito que le obliga a apuntar algo. Si se dice no me importa que cueste esfuerzo, esto es lo que me gusta y voy a intentarlo. Si cree por fin que escribir, además de laborioso, es como un mal amor de esos que le hacen a uno exclamar “ni contigo ni sin ti tienen mis penas remedio, contigo por que no vivo y sin ti porque me muero”. Si piensa todo esto, seguro que es usted un escritor en potencia y yo solo puedo decirle “Bienvenido al club”. No hay nada parecido a este viejo, desasosegante y extraordinario oficio de juntar palabras con el que jugamos a ser Dios.

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