Conmigo que no cuenten

El otro día recibí un correo electrónico que decía, más o menos: «Queremos proponerle una hermosa acción solidaria. Somos una joyería de alta gama y estamos contactando con personalidades de todos los ámbitos, futbolistas famosos, cantantes, escritores, actores, actrices, etcétera, para que se fotografíen con nuestras joyas. La remuneración (simbólica, puesto que se trata de acto solidario) que ustedes percibirían será donada íntegramente a la ONG de su elección y las fotos tendrán gran difusión en prensa». Tuve que leer el mail un par de veces, porque soy dura de mollera. Si no entendí mal, esta joyería de alta gama pretendía fichar a quienes ellos llaman personalidades y famosos para que les hicieran sencillamaente una campaña de marketing. O sea, tú pon la jeta que yo me beneficio, y además todos me aplauden porque soy muy bueno y muy solidario. No crean que se trata de un hecho aislado. Hoy proliferan los que podríamos llamar solidarios simbólicos, esos que confunden los gestos con la acción. Como por ejemplo la gente que piensa que con ponerse las ahora llamadas “pulseras solidarias” (que valen un pastón y llevan el sello de las marcas más caras) ya está ayudando al prójimo. O esos otros que viajan en clase business a un lugar remoto del planeta vestidos de Gucci para fotografiarse con cara de circunstancias junto a unos niños hambrientos y volver luego a casita con la tranquilidad de haber hecho una buena acción. Luego están también los generosos avispados, como por ejemplo los que organizan grandes y suntuosas fiestas benéficas. En realidad, el truco es tan sencillo como eficaz. Camelas –o contratas– a unos cuantos famosos para que vayan a tu fiesta. Luego, lías a unos cuantos pardillos para que paguen, pongamos, 200 eurillos de nada por cenar en tan elegante compañía. Previamente habrás pedido a diversas marcas de renombre que donen objetos para una subasta benéfica cuyas papeletas el público compra in situ. Una vez terminada la fiesta, haces caja, cuentas las ganancias y lo que sobra lo entregas a una ONG y quedas, además, como un señor. Porque, aún en el caso de que se done íntegramente todo lo recaudado, y yo no tengo por qué dudar de que así sea en muchísimos de los casos, la jugada es perfecta. Ni los famosos, ni las marcas de renombre, ni los pardillos pueden negarse a colaborar puesto que se trata de una acción solidaria mientras que la publicidad que se consigue es tan positiva como barata. Miren, qué quieren que les diga, a mí todo esto me recuerda a un chiste genial de Quino, el creador de Mafalda. Ella está sentada junto a su amiga Susanita en el cordón de la vereda y le pregunta: ”Y vos, Susanita, ¿qué querés ser de grande?”. “Yo –contesta su amiga, poniendo los ojos en blanco– de grande quiero ser una de esas señoras tan buenas que organizan tés con tortas, masitas y todo tipo de cosas ricas para poder comprarle a los pobres fideos, arroz y esas porquerías que comen ellos…»
Personalmente siempre me ha molestado que me tomen por imbécil, pero hay algo que me molesta aún más, y es que me tomen por imbécil teniendo por coartada el sufrimiento ajeno. Reconozco que antes, en tiempos de vacas gordas, no me parecía tan grave su hipocresía. Ahora en cambio me parece sencillamente inmoral. ¿No habrá nadie que les diga a estas almas caritativas que se les ve el plumero? Aunque a veces pienso que, a lo peor, no se les ve en absoluto. Y es que vivimos en un mundo en el que son más importantes los gestos que los hechos, más la apariencia que la esencia y mucho tendrían que cambiar las cosas para que así no fuera. Mi única esperanza es que la crisis sirva al menos para eso. Para poner las cosas en su verdadera perspectiva y acabar tanta pavada farisea. Yo no sé si se producirá ese bendito efecto de corrección; de momento no parece que así sea. Pero, en todo caso, quiero decirlo bien claro: conmigo que no cuenten.

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