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Crédulos – y a la vez incrédulos – hasta el ridículo

Si piensan que ya lo habían oído todo en este mundo de nuestros dislates, a ver qué les parece este titular que acabo de leer: “Los famosos ponen de moda creer que la Tierra es plana”. Diversas estrellas citan como pruebas irrefutables de su creencia las siguientes reflexiones: Nos han engañado, ¿cómo rayos se mantienen en pie los edificios de Nueva York? Si la Tierra fuera redonda los más altos tendrían que estar inclinados ¿no? ¿Y se acuerdan del salto de Felix Baumgartner para Red Bull desde la estratosfera? Bobby Ray Simmons, multimillonario rapero con infinidad de seguidores, afirma que él estaba en un avión en ese momento y  pudo  verlo de lejos. ¿Cómo es posible si la Tierra es redonda, eh? ¡Cómo! Simmons  y sus amigos de faranduleo no son los únicos negacionistas, el once por ciento de los norteamericanos tiene la misma creencia, y en Gran Bretaña existe la venerable institución de los terraplanistas, la International Flat Earth Research Society, con sede en Lancaster. Si a esto sumamos que el cuarenta y siete por ciento de los europeos cree en fantasmas y que el treinta y seis por ciento de los norteamericanos piensa que su gobierno organizó el atentado contra las Torres Gemelas con ánimo de tener una buena excusa para atacar Irak, ya no necesitaré sumar a la lista de “verdades ocultas” otras tan recurrentes como que Elvis vive y es ahora un feliz cultivador de petunias en Memphis o que el hombre nunca llegó a la Luna.

La increíble credulidad de la gente explica el auge de lo que ahora llamamos posverdad; pero mucho antes de que Trump ganara las elecciones “desvelando” que Obama es musulmán y que Hillary Clinton regenta una agencia de pederastas camuflada en una pizzería de lujo(sic), la trola —y cuanto más grande mejor— ya se había apoderado de nuestras vidas. Los clásicos sostenían que la mentira y la superstición eran hijas de la ignorancia y que se disiparían a medida que la gente tuviese acceso a la cultura. Me pregunto qué pensarán Aristóteles y Platón si observan desde el Parnaso en qué creen los muy ilustrados hijos del siglo xxi. Nunca en la historia de la humanidad ha habido tantas personas cultivadas, y a la vez tanta gente dispuesta a creer en lo inverosímil y al mismo tiempo  —y he aquí el dato más asombroso— a descreer de lo sensato. Como el movimiento anti-vaccine auspiciado por Robert Kennedy Jr, que sostiene, contra toda evidencia científica, que las vacunas infantiles producen autismo, o las antes mencionadas estrellas que sostienen que la Tierra es plana. ¿Cómo se explica que gente culta y sofisticada crea en patrañas, en teorías conspirativas y vote en masa a mentirosos compulsivos? El filósofo Karl Popper, a quien se atribuye el concepto “teoría de la conspiración”, planteaba que esta tendencia revisionista del mundo, así como el hecho de creer que lo que sucede es resultado de los aviesos designios de algunos individuos o grupos, es fruto de la secularización de las supersticiones religiosas. “El lugar de los dioses del Olimpo (que intervenían en el mundo haciendo  que  todo lo que sucedía tuviese una intención y un porqué), lo ocupan ahora los monopolistas, los capitalistas o los imperialistas”, escribía Popper. Paradójicamente, investigadores de la Universidad de Kent, que también han estudiado el fenómeno, explican que los sujetos que creen en las teorías conspirativas tienden más a creer en otras aunque estas sean contradictorias. En un experimento, por ejemplo, preguntaron a ciento treinta y siete de sus estudiantes lo que pensaban sobre la temprana y trágica muerte de Diana de Gales. Los más convencidos de que había sido propiciada por los servicios secretos británicos tenían a la vez más posibilidades de creer que la propia Dian escenificó su muerte para desaparecer del foco público. Para ellos, Diana estaba al mismo tiempo viva y muerta.

¿Qué extraña fascinación ejercen sobre nosotros las mentiras más allá de la razón, de la información, del más elemental sentido común? Según Hannah Arendt, las mentiras son con frecuencia más sugestivas y excitantes que la realidad. También pueden ser más “convenientes”, de modo que los mentirosos juegan con la ventaja de saber qué desea oír su audiencia. “El primer requisito para que a uno lo engañen”, sostiene Arendt, “es querer ser engañado”. Así se explica mejor que ciudadanos descontentos con Obama estén dispuestos a creer que es musulmán, una patraña muy conveniente. Pero existe otra ventaja a favor de la mentira y, en concreto, de las mentiras de los políticos. Cuando nuestra identidad se siente amenazada, la verdad pasa a un segundo plano. Es el triunfo de lo que ahora llaman “mentiras azules”. A diferencia de las mentiras negras o insidiosas que pueden producir rechazo en la audiencia, y de las mentiras blancas o piadosas que concitan cierta complicidad, las azules separan y acercan a la vez. En otras palabras, acercan a unos engañando a los de fuera. Por ejemplo, si un estudiante miente al profesor para evitar un castigo colectivo, su popularidad entre el resto de la clase crece automáticamente. Este tipo de mentira tribal y protectora de nuestra grey es enormemente eficaz. Así, las mentiras de Bush jamás fueron puestas en entredicho por los medios de comunicación de la derecha “patriótica”, que denunciaban como antiamericano a cualquiera que criticase a su Presidente y comandante en jefe. Lo mismo ocurre con las de los Castro, las de Maduro, las de Stalin o las de tantos otros que han sabido utilizar con éxito eso de “el que no está conmigo, está contra la patria”. Y luego tenemos a Trump, quizá el más osado de los mentirosos, porque se atreve a hacerlo en una sociedad abierta, democrática y con separación de poderes. ¿Hasta dónde le llevarán sus mentiras, negras, azules, verdes o rojas? A juzgar por sus últimas actuaciones (por no decir sus garrafales errores de cálculo), da la impresión de que a punto está de aprender cómo se cumple esta sabia  —e inexorable— profecía de su antecesor Abraham Lincoln: Es posible engañar a todos algún tiempo, también engañar a algunos todo el tiempo, pero es imposible engañar a todos todo el tiempo.

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