De monstruos y manzanas podridas
He seguido consternada la terrible historia del monstruo de Amstetten que ahora, tras su juicio y condena, pasará a ser sólo un caso más de maldad extrema con los que la realidad se encarga de recordarnos cada cierto tiempo de qué infamias es capaz el ser humano. En otro tiempo, este suceso habría acabado aquí, con el miserable pudriéndose en la cárcel y su víctima intentando recuperarse de tamaño horror, pero el circo mediático en el que vivimos hace que historias como esta tengan siempre su secuela en el más cinematográfico sentido del término. Me refiero a esa banalización del mal, a esa absurda manía de convertir en espectáculo todo aquello que llame la atención. Por eso, ahora, exclusiva millonaria por medio, habremos de enterarnos de boca del propio Josef Fritzl que en realidad él no es un monstruo sino una víctima, que todo lo que hizo se debió a los abusos que padeció en su infancia a manos de su madre. Dirá (como ya apuntó el psiquiatra del caso) que sufre de un “déficit emocional masivo” que él trató de subsanar sometiendo a su hija a su poder absoluto. Resumiendo, intentará hacernos comulgar con esa enorme y estúpida rueda de molino posmoderna que dice que, en realidad, nadie es malo, que son las circunstancias las culpables de todo. Debo reconocer que cada vez me molesta más esta bobada new age de afirmar que to er mundo e´ güeno. No solo me molesta, sino que la encuentro muy peligrosa. Actualmente, para todo se busca una coartada o razón psicológica que explique por qué un ser humano es capaz de las mayores abyecciones. “Sí, sí” –acepta el papanatismo en que vivimos– “Fulano es un violador / asesino / ladrón…” (rellénense los puntos suspensivos con cualquier otra tropelía) “pero es que tiene su razones”. “Al pobrecito su mamá no lo quería / en el colegio sufrió mobbing / su papá era un fascista…” (rellénense ahora los puntos suspensivos con cualquier otra excusa cuanto más estúpida mejor). La Psiquiatría y la Psicología son dos disciplinas fundamentales que han aportado grandes avances en la fascinante tarea de comprender al ser humano. Una y otra ayudan a explicar nuestro comportamiento, incluso nuestras pulsiones más oscuras, pero una cosa es explicar y otra muy distinta exculpar. A poco que se reflexione, esa tontería de justificar las tropelías que se cometen buscando una raíz que se hunde en la infancia del individuo no aguanta el más mínimo análisis. Si hacemos caso de las estadísticas, más de la mitad de la población reconoce haber sufrido algún tipo de abuso en su infancia, ya sea maltrato, acoso escolar o abusos sexuales en mayor o menor grado. Y, como es evidente, estas personas, en su enorme mayoría, no desarrollan una conducta disfuncional, no se convierten en violadores o en asesinos. Está claro que si se quiere justificar la maldad en la vida de las personas siempre hay un clavo ardiente al que agarrarse, pero eso no debe servir en ningún caso de excusa ni mucho menos de eximente. Esta sociedad sobreprotectora en que vivimos tiende a defender demasiado a sus manzanas podridas. La razón, a mi modo de ver, es que en España, durante el franquismo, se vivió bajo un régimen tan autoritario que ahora el péndulo se ha ido al otro extremo y aquí todo tiene una explicación, una coartada, un atenuante. También los medios de comunicación, con su capacidad de convertirlo todo en espectáculo, alimentan esta paradoja moderna. En el caso del monstruo de Amstetten, por ejemplo, primero nos cuentan su tropelías, nos acongojan con su maldad y monstruosidad y luego, para seguir generando portadas, le pagan cantidades millonarias para que explique su tragedia, su triste historia de niño abusado por su madre. Y mientras todo esto ocurre, nosotros, sufridos espectadores, nos tragamos toda esta bazofia sin digerir, sin pararnos a pensar que con nuestra actitud no hacemos más que alimentar al monstruo. No al de Amstetten, precisamente, sino al del relativismo papanatas que todo lo banaliza hasta la maldad, la perversidad, la irracionalidad. Lamentable.