De tacos y palabrotas
Pertenezco al muy jurásico parque de aquellos que jamás usan tacos. Como será la cosa que, por no decir, no digo ni “culo”, lo que es una exageración e incluso una cursilada. En mi descargo añadiré que no lo hago por educación ni por ética, sino, simplemente, por cuestiones estéticas y prácticas. La razón estética tiene que ver con lo que a uno le va y lo que no, como los colores, que hay a quien le sienta bien un color y fatal otro. Hay –o mejor dicho había, porque ahora todo el mundo habla igual– gente a la que le queda bien decir tacos y otra a la que no. Así hay personas a las que ser malhabladas les da un cierto color y gracejo mientras que a otras, entre las que me cuento, las hace parecer extemporáneas y, por supuesto, vulgares. Por eso, aunque yo no las uso, no reniego de las palabrotas, solo de su sobredosis. Y esto empata directamente con la segunda razón por las que les contaba que jamás digo palabrotas, la razón práctica. Pienso que para un escritor es letal ser malhablado. Para un escritor y para cualquiera que desee expresarse de la manera más eficaz posible. Porque, para mí, el problema de hablar a base de tacos no tiene tanto que ver con la vulgaridad sino con el empobrecimiento del leguaje. Es evidente que, si decimos, por ejemplo, que fulano es gilipollas, dicho término oculta un montón de significados posibles. ¿Cómo es en realidad fulano? Tal vez sea necio, pero quizá también pueda ser cosas tan diferentes entre sí como ingenuo, tramposo, imprudente, temeroso, torpe, arrojado. Incluso puede que sea un cantamañanas, un fatuo o, vaya usted a saber si incluso un cornudo. Caben las más variopintas posibilidades, igual que cuando, por ejemplo, en la calle y después de un atraco, un reportero le pide a alguien que describa lo que vio. La mayoría de las veces el individuo en cuestión dice que “fue la leche” y cuando le insisten para que se explique mejor, añade que “fue la hostia” y de ahí no hay quién lo saque, de modo que uno se queda sin saber qué demonios pasó. Los tacos y las palabrotas tienen su función en el lenguaje, porque psicológicamente sirven bien para desahogarse bien para expresar un estado de ánimo. El problema es que, inconscientemente, uno cree que al calificar algo como si fuera “la leche” transmite la misma sensación que le produce estar viéndolo (miedo, asombro, perplejidad, terror). Pero no se trasmiten sensaciones a menos que se trasmita también información. Quien escucha ni siquiera sabe de qué se está hablando si el testigo no es capaz de describir lo que ve. Y los tacos no describen. Sobre todo porque de tanto usarlos ya no significan absolutamente nada. Por eso creo que sería interesante que en los colegios propusieran a los chicos un juego. O a lo mejor también lo podríamos hacer en casa. Proponerles que describan una situación o una sensación sin emplear ni una sola palabrota. La idea no es mía, sino de un amigo divorciado que de pronto se dio cuenta de que sus conversaciones con su hijo adolescente, los días que les tocaba encontrarse, consistían en un monólogo. En un monólogo (el suyo) salpimentado aquí y allá por monosílabos y tacos (los de su retoño). Para motivar al chico, mi amigo se decidió por una estrategia mercenaria. Ofreció pagarle un dinero equis a cambio de que la criatura (quince adorables y autistas abriles) le describiera, sin utilizar tacos ni repeticiones, lo que había hecho durante el día. E hizo mucho hincapié en el verbo, porque “describir” entraña la búsqueda la de palabra adecuada, del matiz que mejor retrate una situación o una sensación. El resultado de su experimento fue no solo que su hijo ahora usa menos palabrotas que antes, sino que la relación entre ambos se ha fortalecido. Y es que lo mágico de la palabra es que tiende puentes. Porque, aunque decirlo parezca una perogrullada, la palabra se inventó para comunicarse, para acercar a las personas y crear empatía. En el principio fue la palabra, se dice siempre, y no es ninguna metáfora. A partir de ahí se crea todo un mundo. El que más nos importa, el de los afectos.