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Efectos colaterales de la Felicidad

Hace unos años, mientras escribía El buen sirviente, dediqué mucho tiempo a leer sobre el tema El Mal. ¿Qué hace que, a diferencia de los animales, los seres humanos hagamos daño a otros sin mediar un ataque previo o una necesidad? ¿Por qué somos como somos? ¿Cómo es posible que uno de los pueblos más cultos del mundo, cuna de grandes filósofos, amante de Mozart y heredero Goethe cayera en la locura colectiva del nazismo? Tuve ocasión de leer muchas teorías al respecto pero la que más me impresionó fue una de Schopenhauer. Él dice que el ser humano hace el mal, primero, por instinto de supervivencia y eso, si no justifica al menos explica muchas actuaciones reprobables. Ahí se encuadrarían por ejemplo, el egoísmo, la envidia, la mentira, la insidia, el robo en todas su facetas etcétera. Hasta aquí la teoría es fácil de entender e incluso todos podemos vernos reflejados en ella si tenemos un mínimo de sentido autocrítico.

Pero lo que más me impresionó fue esta segunda parte de su reflexión: dice Schopenhauer que, una vez resuelto el problema de la supervivencia o subsistencia, el hombre hace el mal por tedio. El tedio es por ejemplo, lo que hace que busquemos nuevos alicientes como el sexo (no como amor sino como gimnasia) la droga, o robar en el supermercado “porque tiene morbo”. Pero el tedio es responsable, además, de acciones infinitamente más terribles. La gente se sorprende, por ejemplo, al ver cómo una sociedad tan avanzada como la nuestra, tan llena de posibilidades y tan culta puede ser tan cruel. Todos nos quedamos horrorizados hace unos años con la historia de aquellos muchachos de familia acomodada que quemaron a una mendiga en un cajero automático. O con las muy frecuentes noticias de niños de apenas diez años que graban palizas en sus móviles para pasar el rato. O con esa otra de violadores cada vez más jóvenes que matan y mutilan a sus víctimas. “La sociedad está enferma”, decimos, y le echamos la culpa a la tele o a los colegios o a los padres que no son capaces de educar con disciplina. Y todo esto es verdad, y habrá que poner atención a ello, pero a mi modo de ver, también habría que poner atención al fenómeno del tedio. En esta sociedad nuestra caprichosa y algo infantil, todo el mundo tiene horror al aburrimiento e intenta llenar su vida con todo tipo de cosas absurdas. El que no se machaca los meniscos en el gimnasio hasta hacerse vigoréxico se pasa días enteros en internet o le da por emborracharse con calimocho hasta quedar inconsciente. Es como si todos nos hubiéramos convertido en yonkis de sensaciones fuertes y necesitáramos experimentar cosas cada vez más enrevesadas para neutralizar al temible monstruo del tedio. Y para ello, también hay que estar con la cabeza continuamente ocupada, si no es con la tele, con la radio, y si no con el móvil o con el mp3. Porque otro de los efectos del tedio es que se buscan siempre ruidos que aturdan, que le eviten a uno pensar o estar a solas consigo mismo.

Y es que lo paradójico y a la vez terrible, es que el tedio no es otra cosa que un perverso efecto colateral de una vida feliz. Los que están luchando por dar de comer a sus hijos o por sobrevivir en una guerra o cruzando el mar en patera pueden tener muchos problemas, pero desde luego no el del aburrimiento. Todo en este mundo tiene un precio y ése es el que pagamos nosotros, ciudadanos del primer mundo, que tanto tenemos y que tan poco valoramos. Porque otra de las cosas que hemos perdido por el camino es el deseo, el anhelo. Antes un niño pasaba años soñando con una bici o un escalextric y, cuando por fin los conseguía, aquel se convertía en uno de los momentos más memorables de su vida. Ahora, la satisfacción de los deseos es inmediata y a un deseo no lo sigue una satisfacción sino un nuevo deseo. Yo ignoro cómo se frena esta espiral absurda, pero pienso que conocer su origen es, al menos, un primer paso para ponerle remedio a la gran paradoja de nuestra “sociedad feliz”, esa a la que según nos sermonean todos los tontos librillos de autoayuda debemos aspirar.

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