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El nuevo –y tonto– buen salvaje

No sé si les he comentado alguna vez pero yo tengo una bête noir. Lo digo deliberadamente en francés porque mi bestia negra escribió su magna obra en ese idioma, una de las más influyentes ( y más nefastas, a mi modo de ver) de los últimos doscientos y pico años. Mi bestia negra es el gran paladín de la teoría del “buen salvaje”. Según su enunciado, el ser humano es bueno, mirífico, y son las instituciones (o la civilización) quienes lo pervierten. De nada sirve argumentar que él no predicó precisamente con el ejemplo. De hecho, este faro de la humanidad –hablo, por cierto, de Jean-Jacques Rousseau– abandonó en un asilo nada menos que a sus cinco hijos. Pero por lo visto esto da igual, y lo que importa es su filosofía, según la cual es deseable volver a lo natural, a lo primario, a lo salvaje, puesto que ahí es donde reside la bondad, también la felicidad. Y, a cada rato, a lo largo de la Historia asoma la patita esta tonta teoría. A veces lo hace para disculpar conductas egoístas cuando no delictivas, porque claro, si la culpa de todo la tienen “las instituciones” nadie es responsable de sus actos y menos aún de sus maldades. Otras veces, como en el tema que quiero comentarles hoy, lo hace para renegar de los avances sociales e incluso médicos que con tanto esfuerzo ha hecho la humanidad. En enero moría de parto en su casa de Australia Caroline Lovell, una joven de treinta y seis años. Pensarán ustedes que se trataba de una mujer sin medios económicos para acudir a un hospital. Nada más lejos de la realidad. Caroline Lovell tenía una buena situación y era la abanderada de un movimiento que cada vez tiene más prosélitos en el mundo: el de los partos naturales en el hogar. Por supuesto se sabe que dar a luz en casa entraña riesgos innecesarios como sufrimiento del bebé, hemorragias incontroladas y otros imprevistos, pero da igual porque, según sus defensores, “es un derecho de las mujeres elegir dónde y con quién parir”. Y para ayudar de expandir esta bonita moda hay que decir que entre sus defensoras (y practicantes) están nada menos que Cindy Crawford, Gisele Bündchen, Demi Moore o Meryl Streep. Pero claro, en lo que no se fijan los talibanes de lo “natural” es que es muy distinto dar a luz en casa cuando se tienen los medios económicos de estas señoras que cuando no se tienen. Otras dos modas que chiflarían sin duda al viejo Jean-Jacques son la de no vacunar a los niños y la de educarlos en casa. La primera sostiene que enfermedades como la viruela o el sarampión están ya erradicadas y que, por tanto, no se debe inocular a los niños virus que pueden ser perniciosos. Es cierto que la viruela estaba prácticamente erradicada, pero ha vuelto a surgir, entre otras cosas, por esta moda de no vacunar. En cuanto a la educación en casa, cada vez hay más padres que optan por ello. En España empieza a surgir cierto debate para que se revise la ley que establece que la escolaridad es obligatoria mientras que, en USA, más de dos millones de niños estudian en casa con sus padres. ¿Su argumento? Que ellos saben mejor que nadie lo que deben o no deben aprender sus hijos.
A mi modo de ver, lo peor de toda esta corriente del Nuevo Buen Salvaje es que sus argumentos parecen incontestables. Porque ¿quién se atreve a decir que un padre no puede elegir cómo educar a sus hijos o que no sabe qué es mejor para su salud o que no puede decidir libremente cómo traerlo al mundo? ¿No crea todo esto un dilema moral entre el bien colectivo y la libertad individual? A esto yo diría que sí, que es cierto, pero también lo es que algunos argumentos incontestables chocan con el más elemental sentido común. En realidad, lo ideal sería que esos mismos padres que por seguir una moda están dispuestos a poner en peligro la salud o el porvenir de sus hijos se lo pensaran un poquito. Que pensaran que “natural” no siempre es sinónimo de mejor. También, que hemos tardado siglos en lograr avances médicos y sociales como para prescindir ahora de ellos. Y por fin, yo les recomendaría que leyeran no la obra –que a mí me parece aburridísima–, sino la vida de Jean-Jacques Rousseau, ese gran pedagogo que mandó a sus hijos a un orfanato. Para que no le dieran la brasa mientras él pergeñaba su inmortal teoría del Buen Salvaje, supongo.

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