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El pícaro deja de ser un héroe cuando lo trincan

Publica ´El testigo invisible´, una novela que narra la relación entre los de arriba y los de abajo que, curiosamente, no se llevaban tan mal.

No tiene ningún problema en definirse por su origen: “soy sudaca”, dice. Y lo dice también la prensa extranjera: Newsweek la saludó en su día como una destacada autora latinoamericana. Sin embargo, llegó a España en 1965, niña aún y a pesar de las mudanzas de una familia de diplomáticos, tiene su cuartel general en el corazón de Madrid. Ganó el Planeta en 1998 y acaba de publicar El testigo invisible, una novela histórica que gira alrededor de un pinche de cocina imperial que acabó en Sudamérica. La novela narra la relación entre los de arriba y los de abajo, que, significativamente, no se llevaban tan mal. Preguntada si esta corriente afectiva fue interrumpida ingratamente por la Revolución, rompe a reír.

Diario Kafka: El tema de esta semana en Diario Kafka es la claudicación.
Carmen Posadas: (Risas) Vaya por Dios, estamos todos muy optimistas.

La claudicación se puede ver de dos formas, como una gran cobardía de “bueno, este tío se ha rendido” o como una adaptación a la realidad, llega un momento en que no se puede ser el eterno adolescente.
Bueno, yo, como soy sudaca, veo las cosas un poquito desde fuera, y a mí me tiene bastante impresionada cómo los españoles tienen este espíritu de derrota absoluta que tampoco está justificado, francamente. A mí me encantó, por ejemplo, el anuncio de Campofrío que hablaba de todas las cosas que hemos hecho, porque yo creo que en España tienen demasiada tendencia a los golpes de pecho, a diferencia de otros países que son chovinistas y están todo el día trompeteando lo buenos que son, lo inteligentes que son, lo fantásticos que son…, aquí pasamos de la euforia más absoluta a la depresión profunda. Entonces bueno, está bien un poco de autocrítica.

Te voy a poner un ejemplo sudaca. Hay un montón de gente que diría “Vargas Llosa ha claudicado, se ha rendido, ya no es aquel revolucionario, aquel tipo con ideas…”, y otro tipo de gente dice “Vargas Llosa ha madurado”.
Ah, vale, estás hablando desde el punto de vista intelectual.

Claro, la claudicación generalmente está muy mal vista, pero tampoco sé si es tan mala. En la vida hay que claudicar muchas veces, porque la realidad existe, por muy tozudos que nos pongamos.
Claro, a mí eso siempre me recuerda a un chiste de Mafalda, de Quino. Están Miguelito y Mafalda en la vereda, viene un coche inmenso, una cosa descomunal, y le dice Mafalda a Miguelito: “¿Ves, Miguelito?, hay que darse mucha prisa en cambiar el mundo antes de que el mundo lo cambie a uno”. Y es terrible, pero es así, al final el mundo siempre lo cambia a uno.

Tú llegaste a España en 1965, siendo adolescente. ¿Con qué te encontraste?
Bueno, yo venía de un país que era mucho más avanzado que España en ese momento. O sea, que cuando llegué aquí era como meterse en una película en blanco y negro. Había cosas sorprendentes, por ejemplo vivíamos cerca del estadio Santiago Bernabéu y eso era Cañada Real y pasaban las ovejas, delante del estadio.

Ahora pasan por Sol, una vez al año.
Sí, pero en aquella época pasaban de verdad. Y después en la colonia del Viso, que es una colonia muy elegante, había luz de gas, ¡en el año 65! Pasaba el farolero y prendía la luz, entonces yo estaba atónita. Otra cosa que me sorprendía mucho era la gente que iba vestida de hábito. Por ejemplo, el carpintero de casa había hecho votos, no sé, al Cristo de Medinaceli o a quienquiera que sea, y venía con una cosa lila y un cordón, después encima se ponía el mandil (risas).

Y si a eso le sumas los que llevaban un brazalete negro porque se les había muerto alguien…
Ah, eso, lo del luto que era permanente, porque cuando no se te muere un primo se te muere una abuela… Entonces eso lo contrapongo a algo que me pasó hace poco en la calle, iba caminando y de repente veo a una niña como de tres años que empieza a gritar “¡Mamá, una bruja, una bruja!”, y miro y eran dos monjas de ésas de clausura con hábito, entonces la niña no había visto nunca una monja…, estaba diciendo “Mamá, una bruja”, es insólito, ¿no?

Sí, antes era imposible. Y cuando murió Franco, ¿tú dónde estabas?
No, yo estaba aquí.

¿Y viviste aquí la Transición?
Sí, sí que la viví aquí. Fue mi época más… combativa, digamos. Porque tenía un amigo que era cura obrero de estos, y entonces organizaba charlas para, bueno…

Para cambiar el mundo.
Sí, para cambiar el mundo. Yo qué sé, era esa época así de efervescencia, y todos queríamos otro país nuevo. Y entonces esa es mi época más rebelde, porque yo estaba casada con un señor muy de derechas, muy de derechas. Y ya te digo que nunca he sido muy rebelde, pero sí que he pensado de otra forma sobre todo en estas reuniones con ese cura, y allí leíamos a Hans Küng y a Renan y a toda esta gente. Y al mismo tiempo, bueno, había bastante interés por la política, pero no era precisamente…, era un poquito de izquierdas, pero un poco de salón también, a pesar de que él era un cura obrero. Nunca he sido rebelde, ¡lo siento, qué horror! (risas).

¿Tú saliste del armario como escritora ya mayorcita, no con veinte años…?
Bueno, la primera vez que publiqué tenía veintisiete, no era tan vieja.

Pero me imagino que la vocación vendría de muy antiguo, ¿no?
Sí, todo eso venía de un trauma infantil (risas), porque yo era la fea de una familia de guapos. Todos en mi familia eran guapísimos, mi madre era espectacular, mi papá también, mis hermanas rubias, de ojos verdes… Éramos tres hermanas, yo era la mayor, y mis dos hermanas eran rubias de ojos verdes, y además cantaban canciones y contaban chistes. Yo canto como una rana y jamás en mi vida he contado un chiste.

Saphia Azzeddine, que fue una escritora a la que entrevistamos en DK, nos decía: “Yo creo que hay mucho más racismo contra los feos y los gordos que contra los moros y los negros”. ¿Podrías estar de acuerdo?
Yo creo que estadísticamente está comprobado, creo que le ponen más multas a los feos que a los guapos. Lo que pasa es que, por ejemplo, personalmente yo le debo mucho más a mis defectos que a mis virtudes, o sea que yo si no hubiera sido esa niña tan fea y tímida (porque yo tenía una timidez de esas bloqueantes, de las que cuando alguien te habla tartamudeas y te tiras encima la Coca Cola…). Si yo no hubiera tenido todos esos complejos nunca habría hecho esos esfuerzos, y como no soy rebelde…

En un libro cuentas que tu madre, al llegar a España, se sorprendió con los movimientos que había en las alcobas en Madrid, en un país tan pacato. ¿No crees que de alguna manera de la cama, durante la Transición, nos hemos ido a la banca? Digamos que estamos ante, por ejemplo, un incesto financiero.
Pues sí, era mucho más inofensivo lo anterior, ¿no?


Mmm… voy a decir un horror, pero no. Bueno, iba a decir que la hipocresía es una gran virtud, porque lo es. Hay una frase que yo pensaba que era de Oscar Wilde, luego descubrí que era de La Rochefoucauld, o sea que se la pirateó, que dice que la hipocresía es el tributo que el vicio rinde a la virtud, y es verdad. Así que cuando la gente era hipócrita y todos parecían santos y daban golpes de pecho, pero al mismo tiempo tenían unas bacanales bestiales, y cuando incluso la gente menos honesta jugaba a ser honesta, nos iba mejor, pero claro, esta sociedad que prima tanto la verdad, la transparencia… Cuando las sociedades no son tan permisivas y por tanto se convierten en hipócritas, al final la gente hace menos tropelías que cuando se pueden hacer abiertamente sin censura social. Aquí en España la censura social ha desaparecido prácticamente.

¿Sí? ¿A ti te parece?
Bueno, yo creo que también está el fenómeno del pícaro. En España el pícaro siempre ha sido un personaje a ensalzar.

El pícaro es un hipócrita, un tipo que claudica, se adapta y quiere comer caliente todos los días, lo demás le importa un rábano, si tiene que creer en Dios, cree, y si tiene que ir a la iglesia, va.
Sí, pero yo qué sé, Bárcenas también es un pícaro ¿no?, que todo el mundo admira porque se lo ha llevado crudo, y en el fondo eso se admira.

Sí, puede que sea un pícaro en cierto sentido, pero los pícaros son muertos de hambre, y este hombre ya con 22 millones de euros…
Empezó siendo pícaro y mira cómo acabó. Pero de todas maneras, en España nunca ha existido mucho la censura con respecto a los pícaros, y estoy hablando desde el punto de vista monetario. Si tú hacías trampa y te lo llevabas crudo, pues oye, qué listo eras.

Somos católicos, no protestantes, y eso a los católicos les gusta, la púrpura, el Papa, el latrocinio organizado, nos parece muy venial. En Italia, por ejemplo, un personaje como Berlusconi es sociológicamente admirado.
Absolutamente, pero en todos los niveles, en todos los estratos de la sociedad, incluidos los intelectuales, y eso es asombroso.

Y con Bárcenas, ¿pasa igual? ¿Te gustaría trincar como Bárcenas?
No, no, es que claro, el pícaro deja de ser un héroe cuando lo trincan. Si te lo llevas crudo y nadie se entera, eres un genio, pero en cuanto te trincan, entonces ya se acabó.

Y la picaresca privada, o sea, engañar a tu marido o a tu señora, y mientras no se entere no pasa nada… ¿Ese tipo de cosas, también?
(Risas). Yo creo que la hipocresía es una gran virtud.

Vale, entendido (risas). ¿Como qué escritora te ves? ¿Te ves así como Marguerite Duras, Almudena Grandes…?
No sé cómo me veo pero sé cómo me gustaría verme. De todos los prototipos, me gustaría ser Marguerite Yourcenar, puestos a pedir.

No está mal, carta a los Reyes Magos, ya sabes. ¿Y por qué?
Por muchas razones. Primero, porque tiene un origen parecido al mío, o sea, un padre muy erudito que le enseñó latín y griego, aunque en mi caso no llega a tanto, si bien mi padre hablaba latín y griego perfectamente, pero no me lo enseñó, no llegó a tanto lo mío.

A tanta crueldad.
Educada en casa, nunca fue a la universidad, igual que yo. Y luego con una enorme curiosidad. Y otra cosa que me gusta de Marguerite Yourcenar, y que creo que de alguna manera me pasa a mí también, es que no es literatura femenina. O sea, si tú lees Memorias de Adriano, podía estar perfectamente escrito por un hombre, lo cual no es mejor ni peor, pero es que yo odio las etiquetas y además no me gusta nada el oportunismo literario en ese sentido, no me gustan nada esas mujeres que hacen literatura de mujeres, para mujeres, sobre mujeres, sabiendo que eso te da un plus.

Hace poco entrevistamos a Francesca Serra, que es una crítica y ensayista literaria italiana, que vino a presentar un libro, Las chicas buenas no leen novelas, y habla de la pornolectora , y el concepto que desarrolla es que la mujer es la que de algún modo y a partir del siglo XVIII empieza a consumir folletines, y el mercado la convierte en una consumidora compulsiva de literatura.
Hoy en día lee las Sombras de Grey, obviamente (risas). Algo asombroso. O sea, que sesenta millones de personas, casi todas mujeres, hayan enloquecido por este libro, al margen de su calidad literaria, que es bastante reducida… ¿Vosotros lo habéis leído? Es que hay que leerlo, porque es tal el fenómeno… Cuando hay un fenómeno así tan estratosférico, procuro leerlo a ver de qué va. Es una novela rosa porque contiene todos los tópicos: él es riquísimo, guapísimo, altísimo, tiene un avión, un Ferrari, no le falta detalle… Y luego tiene un pequeño defecto y es que le gusta el sadomasoquismo, entonces hace firmar a esta niña un contrato por el cual él es el amo y ella la esclava, y ella no solamente tiene que hacer todo lo que él pida desde el punto de vista sexual, sino que tiene que comer lo que él dice, vestirse como él dice… A mí me tiene atónita que después de todo este asunto de la liberación de la mujer y que cuando un señor te abre la puerta tú le llamas machista porque qué se ha creído, que no puedes abrir la puerta tú sola (risas)…, ahora resulta que enloquecen con el amo Grey. Es que es insólito, ¡absolutamente insólito!

Bueno, cuéntanos un poco de tu nueva novela, ´El testigo invisible´ ¿Por qué una novela histórica?
Bueno, es que a medida que uno va cumpliendo años ya no es testigo de su tiempo, entonces que yo escriba una novela sobre lo que pasa en el mundo hoy día… Estoy ya en inferioridad de condiciones, no estoy en igualdad con una escritora que tenga veinte años menos que yo. O sea, yo no soy ya testigo de mi tiempo. Entonces irte a otra época es un sistema muy bueno para seguir publicando sin problemas.

Entonces, ¿tú crees que un período histórico lo protagoniza la gente entre 25 y 40 años, pongamos?
Hombre, lo que llaman los ingleses el mainstream, lo que es la sensibilidad… sí la determina ese tipo de gente. Entonces yo podría escribir una novela sobre amores a los 60, puesto que voy a cumplir 60.

El amor en tiempos del cólera…
Sí, claro, pero ya lo hizo García Márquez, mucho mejor.

Sí, no lo hizo mal, ¿no? Bueno, ¿y no tienes problemas con la novela histórica como género? ¿La historia es ficción?
Cuando escribo una novela, procuro ceñirme lo máximo posible a los hechos. Me molesta muchísimo esa gente que escribe novela histórica para falsearla. En la mayoría de novelas históricas que se escriben ahora resulta que en la época de los romanos todas las mujeres eran liberadas y feministas, y cosas por el estilo.

Y Gengis Kan tenía poca conciencia ecológica (risas). Pero para la Academia de Historia, Franco no era un dictador. Entonces, ¿qué relaciones hay entre la historia y la ficción?
Bueno, yo creo que la historia es una gran ficción. Y además siempre la han contado los vencedores, con lo cual, contando por ahí ya es todo mentira. Pero sin hablar de la Historia con mayúsculas, sino una recreación de un período histórico, la postura habitual es reinventárselo, yo no sé cuántas Anastasias habrá, ahora creo que hay una Olga que si está viva tiene que tener 160 años, no sé qué ha hecho hasta ahora, francamente, por qué ha guardado este secreto tanto tiempo. Entonces a mí eso siempre me ha llamado la atención porque como lectora me parece una estafa, si quiero leer una novela, leo una novela, si quiero una novela con trasfondo histórico presupongo que lo que se dice ahí es verdad. Y después, también, porque en este caso la historia real es tan potente que no hace falta inventarse nada.

En la novela hay un vínculo entre los de arriba y los de abajo, es un poco lo de Upstairs, downstairs, una corriente afectiva, una interrelación. Da la sensación de que la revolución clasista que vino después sobró, interrumpió esa buena relación…
(Risas). Cuando empecé esta novela tenía muy claro que quería hacer una historia de arriba y abajo. Antes de empezarla tenía pensado escribir una cosa que no tenía nada que ver, una biografía de una discípula de Freud que se llamaba María Bonaparte, ¿habéis oído hablar de ella?

Sí, ¿era teleclitoridiana?
Exacto. Es tremendo, porque además se operó y no solucionó nada. Entonces yo quería escribir la biografía de este personaje, empecé a investigar, y me di cuenta de que la única relación afectiva que esta mujer había tenido en su vida antes de conocer a Freud había sido con su tata, la persona que la había criado. Y entonces, leyendo, resulta que Freud tenía una cocinera famosísima, Wittgenstein también tenía una relación muy cercana con el servicio… Y claro, en aquella época la gente de esa clase social tenía como única relación afectiva la que tenía con sus criados porque los padres eran gente muy ausente, los veías un ratito, te daban un cachetito y te decían “bueno nene, hasta mañana, da un besito a tu papá”, y era la única relación que tenían con los padres. Entonces ellos, la gente a la que querían era a la tata, a la institutriz, etc. Leyendo sobre la familia Romanov descubrí este pinche de cocina que además existió y dije “tate, éste es el mío, claro”. Lo que se sabía de este chico es que el día que van a matar a toda la familia, el verdugo le dice al niño que se vaya, sabía que no sólo iba a matar a la familia sino a todo el servicio, pero como el niño sólo tenía catorce años pensarían que para qué matarlo a él también. Luego se sabe que este personaje escribió unas novelas que se han perdido, han desaparecido, y hay dos teorías, o murió en las purgas de Stalin o se fue a Sudamérica, y entonces yo tomé esta segunda posibilidad, eso es lo único que me he inventado del libro, llevándolo a Uruguay.

Pero te lo has inventado en el sentido de rellenar un hueco, no de falsificar nada, de tergiversar…
No, claro. Yo quería hacer este juego tan viejo en el que cuando está a punto de morir recuerda todo lo que ha vivido, que te permite una cierta flexibilidad y poner otra información que él no necesariamente sabía de primera mano, pero que como han pasado cien años u ochenta o los que fueran, ha podido leer, y entonces rellenamos así los huecos. Y lo llevé a Uruguay porque en el departamento de Río Negro, al norte del país, hay un pueblo que es todo de rusos que llegaron ahí después de la Revolución, y hasta el día de hoy mantienen las costumbres, hablan ruso, las casas son todas de mandera, pintaditas, parece que estás en la estepa y estás en plena Sudamérica. Y además, en Uruguay mis padres por ejemplo eran amigos de unos príncipes Kórsakov que habían llegado allí después de la revolución, y hay un Yusupov que vive en Uruguay, de él oí hablar hace poco. Pero bueno, que muchos rusos se fueron para allá, igual que a Argentina.

¿Hay algún premio que rechazarías ahora que está tan de moda? Ahora con lo de Marías, la presión sobre Muñoz Molina… ¿Cuál te gustaría rechazar?
El impulsor de eso fue Sartre, entonces queda muy bien rechazar el Nobel, queda divinamente…

Rechazó el premio, pero no la pasta…
Ah, no me digas, ¿de verdad? No puede ser, ¿tuvo ese rostro? Qué tío. Rechazar premios es casi mejor que ganarlos. Qué bárbaro, pero ya te digo, yo no soy rebelde…

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