Escuela de seductores
Hace un par de años, y en el marco de unas jornadas en Sevilla a las que llamó “¿Qué queda de Don Juan?”, Arturo Pérez Reverte nos invitó a Espido Freire y a mí a hablar de tan inmortal personaje. Un mito que desde del siglo XVI y gracias a Tirso de Molina ha inspirado a autores tan dispares como Molière, Mozart, Carlo Giordano, Lord Byron, Alejandro Dumas, Richard Strauss, Mérimée o José Zorrilla. Todos hombres, como puede verse, si exceptuamos algunos ensayos no precisamente elogiosos por parte de autoras como Elena Soriano. Conociendo las andanzas del burlador de Sevilla, sus conquistas, su irresistible encanto y su afán de coleccionar romances, no resulta difícil adivinar el porqué de tanta fascinación por parte del sexo masculino. “Yo a las cabañas bajé, yo a los palacios subí, yo a los claustros escalé y en todas partes dejé memoria amarga de mí” –así se jacta el burlador en las estrofas más célebres de la versión escrita de José Zorrilla en la que, aparte de reiterado yoísmo de la frase, quedan claros sus objetivos: añadir cuantas más incautas mejora su lista de conquistas. Con sus palabras da a entender también que le da igual Juana que su hermana, lo único que importa es el número, muescas en el revólver. En la charla que mantuvimos en Sevilla, Arturo, Espido y yo, salieron a relucir distintas teorías respecto a los donjuanes. Por supuesto la de Marañón, que llega a poner en duda la masculinidad del personaje al denunciar “su inmadurez biopsicosexual, que solo busca afianzarse gracias a la humillación de sus conquistas”. Yo creo que a nosotras las mujeres en cuanto pasamos de la adolescencia el Don Juan nos parece un poco básico, se le ve venir a kilómetros de ahí que el arquetipo resulte más interesante a los hombres, que lo toman por el epítome del conquistador. Pero se equivocan, porque a nosotras las mujeres el arquetipo que verdaderamente nos gusta y nos enamora es el de Casanova. ¿Y cuál es la diferencia entre un don Juan y un Casanova? A simple vista parece que no mucha, los dos son guapos, tienen pocos escrúpulos y se caracterizan por saltar de cama en cama. Pero existe una diferencia fundamental. Mientras que Don Juan busca la conquista por la conquista y le dan igual los sentimientos de la seducida, Casanova se enamora. Sí, como lo oyen. No digo yo que lo haga para siempre. A veces el enamoramiento le dura un año, un mes, otras una semana, en ocasiones a penas una noche. Pero durante ese tiempo no existe para él (o para ella, pues hay Casanovas femeninas) en este mundo nadie más que el ser amado. Posiblemente, al mes siguiente, o a la semana, o veinticuatro horas después, la veleta de sus sentimientos vire en otra dirección. Pero en el momento en que dicen “te quiero” no es un embuste como en el caso de Don Juan, es absolutamente cierto. Y eso es lo que los hace irresistibles, no la simulación, sino la veracidad. Porque si ustedes se fijan “amar” es un verbo que solo puede conjugarse en tiempo presente. “Te amaré” no es más que un desiderátum. Nadie puede asegurar que amará si aún no ama. Lo mismo ocurre con el verbo en tiempo pretérito”. ¿De qué nos sirve un “te amé” más que para conducirnos a la melancolía? Para mí esa es la diferencia entre un Don Juan y un Casanova. Porque lo que más enamora es sabernos amados y esa impresión es irresistible cuando el seductor no miente. Y luego hay otro rasgo que los distingue. Don Juan solo se ama a sí mismo y le dan igual los sentimientos o el disfrute de su pareja. Casanova en cambio, como está enamorado, no solo busca el disfrute de su pareja sino que logra hacerla sentir que no hay nada ni nadie en el mundo más importante que ella en ese momento. He ahí, por cierto, la razón de tantos desengaños. “¿Cómo puede haber cambiado tan de repente si ayer me amaba? ¿Por qué hoy no? –se lamenta asombrado el preterido amante cuando rola el viento. ¿Me mintió? No. Simplemente era un (o una) Casanova. Por eso son tan convincentes, porque no mienten. O dicho en palabras de una gran Casanova femenina, Carmen la Cigarrera, de Bizet y Mérimée, “L’amour na jamais, jamais connu de loi”. El amor nunca ha conocido ley. Y esa es su grandeza (y también su trampa).
Existe un cierto paralelismo entre el seductor y la mujer «pecadora» del Evangelio de Lucas 7:36-50. Casanova nunca perdió sus ansias de amor, a pesar de su desvergüenza y desfachatez. Su falta de pudor le convirtió en un observador sagaz y penetrante de la naturaleza humana en detalles que otros pasaron por alto, principalmente en lo tocante al plano político o cultural de la historia europea del siglo XVIII. Circunstancia que no deja de estar vinculada a lo que hoy no es tan importante, la «inmoralidad» de la obra casanoviana. Respecto a la mujer del perdón, la «pecadora», como le llama el fariseo del evangelio, la mujer que supo amar mucho (como dijo Jesús), a pesar de que había sido prostituida, lo único claro es que ella ha sido capaz de amar, y que el amor perdona, crea vida, en contra del fariseo que es incapaz de amar, por mas observante que sea. Gracias y saludos,