Grandes esperanzas
Es un hecho que las teorías pesimistas sobre la condición humana tienen mucho predicamento entre nosotros. Aquello de que el hombre es un lobo para el hombre, el viejo refrán “piensa mal y acertarás”, o cualquiera de los sombríos diagnósticos sobre nuestra especie encuentran eco inmediatamente por la simple razón de que son ciertos. El ser humano es egoísta, cruel con los débiles y servil con los poderosos y, en general, tanto en las sociedades avanzadas como en las primitivas, rige la ley del más fuerte. Hasta hace poco, las teorías antropológicas y, más concretamente, el darwinismo parecían corroborar esta lóbrega idea. Sin embargo, ahora los nuevos darwinistas están tratando de dar una visión mas positiva del ser humano. El primer equívoco que ellos quieren desmontar es el que se ha creado alrededor del concepto “supervivencia del más fuerte”.
La frase no refleja en absoluto la teoría de Darwin, puesto que él habló de supervivencia del más “apto” no del más fuerte. Ejemplos de su teoría los hay en todo el reino animal pero, para mencionar uno muy evidente, baste recordar que los dinosaurios, a pesar de ser los más fuertes, desaparecieron mientras sobrevivían otras especies mas débiles. No obstante, aunque los darwinistas hablaron siempre de aptitud, lo cierto es que durante años ha prevalecido la premisa de que el criterio de selección era más genético que moral, hasta el punto que se acabó dando por buena la idea de que en esta vida cada uno tiene lo que se merece. No fue hasta hace muy pocos años cuando los llamados darwinistas sociales empezaron a pergeñar otra hipótesis evolucionista más positiva. Para ello se apoyaron en el hecho evidente de que el hombre es sin duda un lobo para el hombre pero, a la vez, es capaz de sentir compasión, lástima, deseos de ayudar y, además, colaborar con otros individuos de su especie. Y es precisamente el término colaboración unido al término confianza lo que marca la diferencia entre la antigua y la nueva teoría porque, según ésta, tanto una cosa como la otra han jugado un papel decisivo en la evolución de la especie humana: sólo el hombre es capaz de “confiar”.
En el reino animal, salvo dos excepciones, no existe colaboración fuera de la familia. Lo que llamamos confianza, es decir, ponerse en manos de un extraño, es una característica eminentemente humana y cuanta más confianza se deposita en un extraño, más se progresa. En otras palabras, los animales rarísima vez salen de una estructura de parentesco; el hombre en cambio lo hace, y por eso surgieron las tribus, luego los pueblos y más tarde las civilizaciones.
Muchas teorías filosóficas, y en especial las orientales, habían señalado hace siglos la llamada dualidad que explica tanto lo bueno como lo malo que hay en nosotros, pero el hecho de que ahora sea la ciencia la que corrobore la teoría de la “confianza” me parece importante. Por eso me he permitido tomar prestado de Dickens el título “Grandes esperanzas” para encabezar este artículo. Seguro que él, que creía tanto en la grandeza como en la mezquindad de nuestra especie, estaría encantado de saber que científicamente se puede probar que esa dualidad es la que ha hecho del ser humano una especie única. Y estoy segura también de que si él supiera que incluso los politólogos y economistas, tan pragmáticos y descreídos ellos, cantan las loas de la “confianza” como factor económico de primer orden, no habría podido evitar una sonrisa. “Examinando la vida económica –escribe Francis Fukuyama en su libro Virtudes sociales y Prosperidad– se puede deducir que el bienestar de una nación y su habilidad para competir está condicionada por una única y decisiva característica cultural: el grado de confianza (trust) que esa sociedad tenga”.
Me gusta mucho imaginar cómo Dickens, que era aficionado también a las citas bíblicas, al leer esto tal vez hubiera recordado esa profecía en apariencia tan improbable de que “un día el lobo y el cordero pacerán juntos sobre la tierra”.