Hallazgos de la edad tardía
Todos los años, a medida que se acerca mi cumpleaños, suelo infligirles a ustedes algún artículo en el que hablo del tempus fugit, de lo latoso que es envejecer y otras jeremiadas. Y es verdad que el tiempo se escapa y que envejecer no tiene la menor gracia, pero en esta ocasión en vez de ponerme dramática, me ha dado por ver el lado bueno de la vejez, esa horrible etapa que nadie quiere ver asociada a su persona. Vivimos en una sociedad en la que la juventud se ha convertido en tal imperativo que nos hacemos trampas en el solitario sin pensar que, por mucho que a uno le dé por hacer triatlón extremo a los cincuenta, tatuarse un haiku en la espalda a los sesenta o echarse una novia (o novio) treinta años más joven a los setenta, el reloj no se detiene. Al contrario, se acelera, y lo más probable es que el triatlón extremo acabe en artrosis, el tatuaje en patético borrón y del novio/a de treinta no hace falta hablar, que ya se sabe en qué acaban espejismos semejantes. Como este año cumplo sesenta y nueve, -una edad que es como un precio de saldo en unos grandes almacenes o, peor aún, una cuesta abajo y sin frenos-, he decido hacerle caso a mi tío Fernando y prepararme para afrontar esa palabra con uve que tanto aterra. Mi tío, que era un sabio, decía que uno se prepara para todas las etapas de la vida. De niño y adolescente estudia, luego planea qué será de adulto, busca primero un trabajo, a continuación pareja, después tiene hijos. Más adelante, cuando esta base afectiva y monetaria es ya sólida, se apronta para disfrutar de lo que ha logrado y refina gustos, perfila aficiones. Para la vejez en cambio nadie se prepara, tal vez porque le pasa como en la fábula de la hormiga y la cigarra. En vez prever para el invierno continúa cantando hasta que llega el frío y la escarcha. Para que no me pase, aquí me tienen haciendo de hormiga y preparándome para la maldita “uve” que se me viene encima. ¿Y saben lo que me ha pasado? Que al empezar a sentar las bases para mi inminente futuro he descubierto lo que, en honor a mi amigo y siempre admirado Luis Landero, llamaré “Hallazgos de la edad tardía”. O, lo que es lo mismo, he descubierto el valor y las ventajas de ciertas palabras que hasta hace poco las felices orejeras de la juventud me impedían apreciar. La primera de todas es “ternura”. Cuando uno es joven busca sensaciones fuertes, relaciones apasionadas, encuentros turbulentos y otros arrebatos a los que se suele llamar amor, aunque la mayoría de las veces sean ardores pasajeros. En la edad tardía en cambio aprende uno que las relaciones basadas en la ternura son más templadas, sí, pero también más plenas y duraderas. Otra palabra que uno aprende a apreciar es “rutina”. En la edad temprana, ¿quién quiere ser rutinario? Suena a asno en una noria, a imperdonable falta de libertad. Con la edad descubre uno en cambio que la rutina no solo da orden y equilibrio sino que es mucho más útil que la fuerza de voluntad a la hora de hacer lo que no hay más remedio que hacer, ya sea gimnasia, un trabajo ineludible o una tediosa obligación. Otra palabra que he aprendido a valorar es “sosiego”. De joven uno se despiporra tratando de atrapar la felicidad, esa tonta zanahoria imposible de alcanzar porque nunca está donde uno la busca. Con los años uno aprende en cambio está al alcance de la mano pues consiste valorar lo que uno tiene, no en perseguir quimeras. Eso es el sosiego. Está luego la palabra “templanza”, que muchos confunden con censura, con sacrificio o resignación, pero que, como saben los orientales, es el arte de disciplinarse para encontrar contento en la contención. Y lo hay, y mucho, porque nada proporciona tanto placer como ganar la batalla que libramos a diario contra los demonios propios. Se me ocurren otras muchas palabras más que han supuesto para mí un hallazgo, pero supongo que cada uno ha de buscar las que más paz le produzca. Y así, casi sin querer, llegamos a la más importante de todas. Cuando uno es joven la palabra “paz” suena a ñoco, a inacción, a aburrimiento supino. Pero esperen a llegar a mis sesenta y nueve añazos y entonces verán cómo se convierte en sinónima de esa tonta zanahoria inasible de la que antes les hablaba y que, para mi sorpresa, la edad tardía también me ha regalado.
Aceptar la “uve”, el envejecimiento físico, su decadencia, puede ser complicado, tanto para hombres como mujeres. Pocos, como usted, buscan los beneficios de la madurez, entendida no sólo emocional, sino espiritualmente. Los frutos de la madurez, endulzan la vida. La templanza y la paz, que menciona, nos ayudan a evitar conflictos innecesarios, con una actitud netamente positiva. La esperanza que no menciona, también es importante, atributo de la fe, “la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve”. Gracias por su artículo. Que Dios le bendiga. Saludos,
Dicen que en la vejez se produce más serotonina. Será por eso que nombras. Un saludo