Humor contra la barbarie
Estuve no hace mucho en Bilbao con motivo del festival literario que todos los años organiza el Ayuntamiento con el título “La risa de Bilbao”. Es uno de mis encuentros literarios favoritos porque aúna humor e inteligencia, un cóctel, para mí al menos, imbatible. Por suerte las cosas están cambiando pero, hasta hace poco el humor en literatura estaba considerado algo de segunda categoría y un escritor debía huir como la peste de todo lo que produzca una sonrisa y no digamos una carcajada. Esto siempre me ha llenado de asombro porque, si bien es cierto que la mayoría de los grandes escritores españoles de todos los tiempos cumplen más o menos con esta regla no escrita, la obra cumbre de la literatura hispánica, el Quijote, destila humor desde la primera página. Aún así, si un escritor quiere que lo tomen en serio, no tiene más remedio que ser serio, cuando no “difícil” tal vez para hacer cierta aquella frase de Eugenio D´Ors que decía: “Puesto que no podemos ser profundos, seamos oscuros.”
Por eso me encanta que alguien como Juan Bas, el organizador de “La risa de Bilbao”, se haya acordado de este sano ejercicio de batir la mandíbula y le dedique unas jornadas. El título de este año era “El humor contra la barbarie”, uno muy apropiado que pretendía arrancarnos una sonrisa en tiempos atribulados. Me tocó dialogar con Ismael Kadaré, escritor albanés y eterno candidato al Nobel, que en su obra ha sabido utilizar sabiamente el humor para retratar los dislates de un país como Albania que, para que se hagan una idea, rompió relaciones diplomáticas con la Unión Soviética porque, en un momento dado, consideraba que no era lo suficientemente comunista y estalinista. Todo esto me recordó nuestras épocas familiares en Moscú, en plena guerra fría, cuando teníamos la casa llena de micrófonos. Todavía me pregunto qué querrían espiar aquellos abnegados miembros de la KGB en la embajada de un país tan poco estratégico como Uruguay, pero las anécdotas que vivimos eran entre patéticas y tronchantes. Una de las obsesiones de las autoridades soviéticas de entonces era conseguir que las mujeres de los embajadores se divorciaran de sus maridos para luego introducir en sus vidas una espía que, muchas veces, acababa casándose con el diplomático en cuestión. En el caso de mi madre, el sistema elegido para lograr que pusiera pies en polvorosa fue valerse de las fuerzas del Más allá. Para empezar, una de las intérpretes nos contó que sobre la residencia pendía una terrible maldición. El malvado capitalista que había construido la casa antes de la revolución, asesinó a su mujer y luego la quemó en la chimenea de la biblioteca. “Desde entonces, el espíritu de la desdichada vaga por la casa” –nos contó Ludmila Petrovna, abriendo ojos como platos. “Hay que tener cuidado porque de vez en cuando se manifiesta”. A partir de ese momento, cuando mi padre estaba de viaje, se oían lamentos y voces por toda la casa. “¡No, no lo hagas!” o “Por favor, la chimenea no”, suplicaba una voz de ultratumba que nos puso los pelos de punta más de una noche. Ya estaba mi madre a punto de coger el tole y desaparecer de Moscú conmigo y con mis hermanos, cuando sucedió otro fenómeno paranormal. Una noche, en medio del silencio, empezó a oírse la retransmisión de un partido de baloncesto. Como no parecía muy habitual que a los fantasmas les diera por los deportes de élite, mi madre organizó una batida en busca del origen de las voces de ultratumba, hasta que dio con un micrófono oculto detrás de uno de los cuadros de su habitación. Solución al enigma: los mismos micrófonos que servían para espiarnos, de vez en cuando se “invertían” y nosotros los oíamos a ellos. Los funcionarios se habían dado cuenta de este pequeño fallo técnico pero decidieron utilizarlo para hacer hablar a los fantasmas. Lástima que aquella noche no repararon en que estaba abierta la línea y nos pusieron a escuchar un muy poco fantasmal juego de pelota. Risa contra la barbarie.