Incordio, luego existo.
He tardado mucho en entender el curioso fenómeno del que quiero hablarles hoy y que, me consta, afecta a muchas personas, por no decir a casi todas. Me refiero al hecho de que hay gente cuya única misión en esta vida es poner palos en la rueda al prójimo, torpedear toda iniciativa, hundir cualquier idea que se salga de la más aburrida ortodoxia. Supongo que si he tardado tanto en darme cuenta es porque mi trabajo es muy solitario, de modo que no sé lo que es tener jefe, tampoco subordinados. Y el fenómeno del que hablo se manifiesta, sobre todo, aunque no únicamente, en el mundo laboral, más o menos así: “Uy, ¿o sea que este es tu plan para mejorar la productividad de la empresa? Pues qué difícil lo veo, va a ser que no”. “Uy, ¿así que te has pasado tres semanas preparando esta presentación? No sé por qué te has molestado, aquí no nos gustan las innovaciones”. “Uy, ¿así que crees que con eso vas a caerle bien al jefe? La última persona que lo intentó acabó pegando sellos”. Y da igual que lo que se proponga sea más claro que el agua para cualquiera con dos dedos de frente, lo importante es decir “no”. Para ser generosos con este tipo de espécimen humano diré que no creo que estos individuos actúen siempre por maldad, cicatería, envidia o cualquier otra mezquindad que de inmediato nos viene a la mente. Lo hacen, sobre todo, porque, a falta de ideas propias y de iniciativa, han descubierto que su mejor baza para figurar y ser respetados es poner pegas. O lo que es lo mismo, hay quienes justifican su existencia por el curioso método de incordiar al prójimo. Es su misión en esta vida y por lo general les va bastante bien con ese método porque, como es lógico, resulta mucho más fácil destruir que construir. Como digo, me ha costado darme cuenta de por qué hay personas que actúan así. Al principio, como mi autoestima no es precisamente elevada sino más bien todo lo contrario, pensaba que esas personas tenían razón. Que como eran más inteligentes/ experimentadas/ cultas/ etcétera eran capaces de “ver” cosas que yo no veía. De ahí que me esmerara en revisar mi propuesta, en mejorarla una y mil veces pensando que cuanto más perfecta e irreprochable fuera más posibilidades tenía de ser aceptada. Craso error. Cuanto más intentaba complacerles, más grande era mi fracaso, mientras veía cómo otras propuestas pobres, faltas de imaginación o simplemente ramplonas eran aceptadas con entusiasmo. ¿Y por qué? Solo por el hecho de que estaban apadrinadas por el incordiante de marras, contaban con su aprobación previa y por tanto con su bendición. El ser humano arrastra estas pequeñas miserias y es necesario conocerlas para poder puentearlas sin que le amarguen a uno la vida. Y la mejor forma de hacerlo, pienso yo, es utilizar cierto método que las mujeres usamos desde que el mundo es mundo con mucho éxito. Sin duda, porque somos el sexo débil, desde la cuna desarrollamos un instinto especial para rodear los obstáculos en vez de derribarlos, lo que casi siempre da mejores frutos. Y en el caso que nos ocupa, el rodeo consiste en hacerle creer al incordiante de turno que la idea que queremos llevar a cabo es suya y no nuestra. El truco funciona admirablemente, porque lo que desea este tipo de persona mediocre no es más que protagonismo que dé sentido a su tonta vidita. Me dirán ustedes que es injusto que ellos se cuelguen la medalla y que no les da la gana regalarle la gloria a quien no se la ha ganado, pero en la vida todo es cuestión de prioridades. Si uno quiere lograr algo, a veces no tiene más remedio que ceder las candilejas a quien no se las merece. En realidad no importa mucho hacerlo; tarde o temprano en la vida todo se descubre y este tipo de mediocre acaba ocupando el lugar que le corresponde. Lo importante es saber con quién se juega uno los cuartos y darse cuenta de que, por inverosímil que parezca, existen personas cuya filosofía de vida es precisamente esta: Incordio, luego existo. Curiosa forma de estar en el mundo. Me pregunto si serán conscientes de su pequeñez, de su absoluta falta de talento. Estoy por apostar que sí y ése es sin duda su peor castigo.