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La eterna guerra de los sexos

Dicen que los hombres son polígamos por naturaleza y las mujeres monógamas o, mejor aún, monógamas sucesivas, lo que quiere decir más o menos “te amaré sólo a ti hasta que cambie de novio”. Posiblemente ambas cosas sean ciertas, puesto que los arquetipos que mejor funcionan desde el principio de los tiempos son “el hombre donjuán” y “la mujer fatal”. Debo reconocer que así como los donjuanes me parecen patéticos y los veo venir desde kilómetros, las mujeres fatales (quizá porque me llamo Carmen, como la de Merimée) me resultan fascinantes, ya que consiguen lo que todas deseamos: ser amadas con pasión, con desesperación, hasta la locura y sin que se les despeine el moño, es decir sin sufrir.
Sin embargo, las femmes fatales, están ahora un poco en baja, tal vez porque su actitud ante los hombres implique, por parte de ellas, una ausencia de sentimientos. Las mujeres fatales son frías, nunca se involucran y no se enamoran, pero, en un mundo en el que todos nos hemos convertido en yonquis sentimentales, nadie quiere ser únicamente amado sino Amar con mayúsculas y a cualquier precio. Aún a costa de llevarse muchos desengaños. Aún a costa de sufrir y de tener que conformarse con coleccionar tan sólo mini romances: “Te amaré eternamente hasta que se me cruce otro en el camino” o “Eres el hombre de mi vida hasta el jueves a las siete y media, tesoro”.

En esta búsqueda del gran amor se diría que hay muchas chicas que prefieren embarcarse en una historia que sólo las llevará hasta el próximo fracaso. Lo curioso del asunto es que no se trata de mujeres normales y corrientes, sino con frecuencia de profesionales de éxito. Porque, así, a priori ¿quién no considera, por ejemplo, a Kim Basinger o a Sharon Stone mujeres extraordinarias? Chicas a las que no parece habérseles subido a la cabeza el ser dos de las actrices mejor estimadas de Hollywood, guapas como pocas, inteligentes… y sin embargo sus currículos sentimentales parecen listines de teléfonos. Naturalmente, se puede pensar que ellas no planean tener relaciones epidérmicas, sino que no consiguen retener a un hombre.

A esto, los norteamericanos lo llaman el síndrome el “chica de éxito, guapa, rica… y sola”. Se trata de mujeres de gran éxito profesional que parecen estar “sobrecualificadas” para una relación amorosa. Al mismo tiempo, es curioso observar que países con tradición de mujeres sumisas como Filipinas, Japón o Argelia ven sus consulados llenos de hombres de treinta y cinco a cuarenta y cinco años con un divorcio a sus espaldas que buscan rehacer su vida con una chica “cariñosa que no les cause problemas”. ¿Es posible que el nuevo papel independiente o, mejor aún, dominante de la mujer en la sociedad juegue en su contra a la hora de encontrar pareja? La revolución sexual ha sido uno de los mayores logros de nuestra generación, pero, como toda revolución, tiene sus daños colaterales y también sus víctimas. Las más claras son las víctimas de los malostratos, pero otra víctima es sin duda el equilibrio de poder entre hombres y mujeres. Volviendo a la idea inicial de este artículo, hoy todos somos yonquis amorosos y deseamos –no importa a qué edad y en qué circunstancias– amar y ser amados. Pero, por otro lado, tenemos que encontrar remedio a los efectos colaterales del nuevo equilibrio de poder entre los sexos.

La corrección política impide hablar de estas cosas, pero la corrección política no es más que una forma guay de barrer lo que no nos gusta bajo la alfombra. Por eso he querido exponer hoy el tema. No tengo la solución mágica, no sé cómo se hace para que los hombres se den cuenta de que, a pesar de que las mujeres de ahora sean, en muchos casos, exitosas, fuertes y autosuficientes, siguen necesitándolos como antes. No para que las mantengan, tampoco para mirarse en sus ojos, ni ellos en los suyos, sino, sencillamente, para mirar juntos en la misma dirección.

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