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La hipocresía como virtud

Soy neófita en esto de las redes sociales pero no tanto como para no darme cuenta de sus virtudes y defectos. Como suele ocurrir en casi todos los órdenes de la vida, ambos son caras de una misma moneda, de modo que lo que las hace tan atractivas constituye también su mayor inconveniente. Hablemos de Twitter, por ejemplo. Su inmediatez, unida a su corta extensión, la hace imbatible a la hora de transmitir una noticia, una idea. Sin embargo, 140 caracteres son muy pocos e, inevitablemente, a menos que uno sea Ramón Gómez de la Serna reencarnado y por tanto capaz de decir genialidades en dos líneas, corre grave peligro de que lo malinterpreten. El otro día, por ejemplo, casi me queman en la pira cuando alguien retuiteó esta frase mía tomada de una entrevista: “Considero que la hipocresía es una gran virtud”. Comprenderán que con la situación altamente inflamable que vivimos, cuando nos despertamos un día sí y otro también con la sospecha de que estamentos que deberían ser ejemplares están en entredicho, no es precisamente el momento para que alguien diga que admira la hipocresía. Y sin embargo lo mantengo, me parece una virtud encomiable, y me gustaría explicarles por qué. Decía La Rochefoucauld –y más tarde Oscar Wilde le pirateó la frase para una de sus brillantes obras de teatro– que la hipocresía es el tributo que el vicio rinde a la virtud. Dicho de otro modo, los seres miríficos o angélicos no son precisamente mayoría en este mundo. Todos tenemos nuestras debilidades; unas pequeñas y/o anecdóticas, otras francamente aterradoras, por lo que es mejor que exista un freno a ciertos deseos. Y el mejor freno que se conoce es la ley, también los códigos que nos hemos ido dando a lo largo de los siglos. Unos son de índole moral y relacionados con la religión, otros simplemente éticos, inspirados por el humanismo o la filosofía. Sin ellos no existiría civilización ni progreso, de ahí que hasta las personas menos ejemplares están de acuerdo en que hay que acatarlos. Pero existe además otro freno utilísimo, y es el miedo de las personas poco virtuosas al rechazo social, a la censura de otros empezando por sus más allegados. Por eso, por temor, es por lo que hasta los seres más deleznables actúan como si no lo fueran, cuidándose por tanto de cometer ciertas tropelías. Cuando La Rochefoucauld y Wilde hablan del homenaje que el vicio rinde a la virtud se refieren precisamente a este fenómeno. A que el mero hecho de intentar parecer virtuoso hace que el individuo en cuestión modifique su tendencia a no serlo y actúe bien. El problema viene cuando una sociedad baja la guardia y se relajan lo estándares. Cuando de pronto el más listo es el que más rico se hace y en menos tiempo. Cuando palabras como deber u honor (cualidad moral que lleva al cumplimento de los deberes respecto al prójimo y a uno mismo) se consideran solo antiguallas fascistas. Cuando se tiende a creer que la libertad es una facultad a la que no debe ni puede ponerse límite alguno…
Hasta aquí las malas noticias, vamos ahora con las buenas, que es domingo y no quiero amargarles el finde. Hace un par de años Warren Buffett y Bill Gates iniciaron la campaña Giving Pledge o “la Promesa de Dar” por la que se comprometían a donar (ya fuera en vida o después de su muerte) la mitad de su inmensa fortuna a causas filantrópicas. A partir de entonces, ciento cinco megamillonarios norteamericanos se han sumado a ellos destinando un total de 378.000 millones de dólares a causas humanitarias. Como resultado, a las puertas de tan selecto club están llamando ahora multimillonarios de Rusia, China, Arabia Saudita y de muchas otras partes del mundo para unirse a él. No todos serán angelitos, digo yo. Más de uno tendrá buena colección de esqueletos en el armario, pero ahora, de pronto, unos y otros quieren pertenecer al selecto club de los más ricos y también de los generosos del planeta. ¿Ven cómo es la naturaleza humana? Lo dicho: la hipocresía, qué gran virtud.

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