La Peregrina: la misteriosa perla multimillonaria que selló el amor entre Elizabeth Taylor y Richard Burton
La tormentosa relación de Taylor y Burton es legendaria en Hollywood, lo que pocos han contado es sobre esa alhaja que selló para siempre esa relación tortuosa. Un libro de Carmen Posadas cuenta la historia de La Peregrina: y es apasionante.
- Ella está sentada en su camerino, vestida con la túnica de seda suave que deja ver sus curvas sinuosas. Se mira al espejo, registra que los ojos violeta brillen como nunca; que la peluca de flequillo retinto que enmarca las facciones perfectas esté en su lugar.
Se admira las manos, la piel tersa de las mejillas. Espera con sus aires reales, bajo los efectos de las pastillas que tuvo que tomar para afrontar el vértigo de subir a un carruaje tan alto. Espera tranquila, lánguida; después de todo, el millón de dólares que cobró por su actuación merecen la paciencia. Ella se ha convertido en la primera en ganar esa cifra sideral por exhibir su belleza única en cinemascope. Es una reina. Es Elizabeth Taylor.
Los carpinteros, en tanto, trabajan a destajo para enmendar lo más rápido posible el error brutal de cálculo que cometieron al armar su carro monumental, ese con el que ella: Liz, la diosa del Nilo, atravesará el arco romano triunfal.
Pero eso todavía no sucede: los utileros construyeron más bajo el arco que el carro. Ella probó sentarse en su trono dorado, drogada y envuelta en un aire real, que escoltaban cientos de extras en los costados el armatoste; pero ya llegando a la intersección entre el arco y el carro todo tuvo que detenerse. Joseph Mankiewicz, el director, casi desfallece en su silla detrás de la cámara.
El presupuesto de “Cleopatra” viene sumando millones dólares hasta convertirse en la película más cara jamás rodada en Hollywood. Y Elizabeth Taylor, la diosa cubierta de verde dinero, no pasa por el arco romano triunfal que la llevará a la sala del emperador donde encontrará a Marco Antonio para hechizarlo por siempre.
Todo se detiene entre gritos de furia y desesperación. Habrá que reconstruir. La diosa atontada por el valium baja del carruaje. La escoltan a camarines.
Elizabeth Taylor y Richard Burton: cuando el amor es más fuerte
“Richard llegó al plató el primer día de rodaje con una resaca colosal. Miré a mi izquierda en la sala de maquillaje y allí estaba él, el gran actor shakesperiano, ¡el sucesor de sir Laurence Olivier!, sentadito en una silla de tijera, con aquella ridícula minifalda de los soldados romanos, seis o siete ricillos muy bien dibujados sobre la frente, ¡y con semejante carita de niño travieso pero arrepentido! El pobre ni siquiera lograba sujetar bien la taza de café que le ofrecía uno de sus asistentes. Los hombres que parecen niños siempre sacan la mamá gallina que hay en mí, de modo que le dije: ‘Mira, ven, acércate’, y comencé a darle su café con leche en la boca con una cucharita. ‘Un poco más y ya verás cómo te sientes mejor’”, leemos en un simulado el relato en primera persona de la actriz.
La que escribe es Carmen Posadas, autora de “La leyenda de La Peregrina”, un libro que cuenta la historia de esa perla exótica que Elizabeth Taylor lució sobre sus pechos turgentes como símbolo de un amor tan inquebrantable como el pasado de esa gema: 58,5 quilates de historia y pesares.
El romance ígneo entre Burton y Taylor arrancó en esos días en que rodaron “Cleopatra”. Cuentan los testigos que era tal el fuego que los arrasaba que aunque Mankiewicz gritaba “¡corten!”, luego de rodar las escenas amorosas entre Marco Antonio y Cleopatra, Elizabeth y Richard no podían separarse; y los besos y caricias continuaban aún con el rollo de cinta detenido.
El mismo relato rondó el set de “La Mary”, dirigida por Daniel Tinayre y protagonizada por Susana Giménez y Carlos Monzón. El mismo relato, pero inmensas son las distancias interpretativas.
Cuando conoció a Liz, Burton era un hombre casado. Sybil, era la mujer que toleró las sucesivas infidelidades, los excesos, los desplantes del actor. Eran las épocas de los matrimonios para toda la vida, de los dedos acusadores sobre las mujeres díscolas que pedían el divorcio. Sybil era hija de su tiempo. Richard, también; pero era una estrella como Elizabeth. Por eso todo a ellos dos les estaba permitido, siempre y cuando fuese heterosexual y glamoroso.
Cuando Burton pidió el divorcio para casarse con Taylor, tres años después de esa locura desaforada que fue “Cleopatra” -coqueteo de la 20th Century Fox con la quiebra-, el alcohol y la culpa lo perseguían como sombra. Liz sumó a su adicción por los calmantes el whisky de su amante, para acompañarlos.
Entre lujos, camas hirvientes, escándalos violentos, peleas desaforadas y reconciliaciones desmedidas, corrían las joyas. Burton cubrió el cuerpo de Taylor de diamantes, rubíes, zafiros, brillantes y perlas invaluables; para pedir perdón por sus miserias. Ella las aceptó, las atesoró y hasta pensó en contar la historia de todas y cada una de ellas.
Es conocido el tórrido e inextinguible amor autodestructivo que los unió hasta la muerte del actor en 1984; que vivió envuelto vodka, sábanas ajenas enredadas entre los pies y escándalos excéntricos de toda laya. Ella, otro tanto. Una película, protagonizada por ambos, da cuenta de este delirante lazo afectivo que los unió: “¿Quién le teme a Virginia Woolf?”. Dos veces se casaron, dos veces se divorciaron. Nunca existió en Hollywood una pareja de divorciados más apegada que la de ellos.
Ese romance que empezó en el ’62 en Roma, con “Cleopatra”, fue criticado hasta por el Vaticano. Ambos abandonaron sus matrimonios y se casaron en Montreal por primera vez.
Convivencia, peleas antológicas, borracheras descomunales. Un divorcio. Otras mujeres, otros hombres. Un nuevo reencuentro y casamiento en Botswana.
La primera unión entre los actores duró casi diez años (entre el ’64 y el ’74); la segunda llegó un año y cuatro meses después. Y duró solo hasta julio del año siguiente: 1976. Pero el amor no sabe de calendarios y hasta la muerte de Burton se siguieron de cerca, el uno a la otra.
La Peregrina, perla magnética que atravesó la historia occidental
Pocos conocen la historia de esa perla, La Peregrina, que Elizabeth recibió de las manos de su amor eterno como premio o pago por los malos ratos. Él desembolsó 37 mil dólares por ese granito de historia europea, sedosa y perfecta.
En el libro de Carmen Posadas, la autora cita una anécdota que la propia Taylor relató en su biografía (”My Love Affaire with Jewelry”), sobre cómo ese tesoro casi termina en el tubo digestivo de un perrito de lujo.
“(…) Me encontraba rodando una película en Las Vegas. Cuando Richard no estaba trabajando se ponía siempre de un humor negro e irascible. Acababa de regalarme La Peregrina y Ward Landrigan, de la casa de subastas, nos la había hecho llegar desde Nueva York. Pendía de un finísimo collar en forma de cadeneta de platino rematado en diminutas perlas, y me encantaba sentirla colgando de mi cuello. La perla era tan táctil que no podía dejar de acariciarla.
(…) No hacía mucho que me habían traído La Peregrina desde Nueva York. La perla colgaba, como digo, de una delicada cadenita que yo apretaba en mi mano como un talismán, mientras caminaba de acá para allá en nuestra habitación del Caesar’s Palace -teníamos reservada la planta superior entera para nosotros, y el equipo de rodaje ocupaba casi la otra mitad-. Me sentía resplandeciente, como en un sueño, y quería gritar de alegría, pero Richard tenía uno de esos días ‘galeses’ (…). Bueno, él es galés, por lo que a veces su alegría era perversa y se volvía oscuro (…). Solo quería lanzarme sobre él y besarlo por todas partes. Pero conocía bien a Richard, y sabía que no era el momento de mostrarse demasiado efusiva. En cualquier caso, no había nadie más con quién hablar, nadie a quien enseñarle la joya, y ¡yo estaba a punto de volverme loca! En un momento dado fui a tocar la perla (…). Y ¡ya no estaba! Miré a Richard y, gracias a Dios, él no me estaba mirando. Me fui al dormitorio y me tiré encima de la cama. Con la cabeza enterrada en las almohadas me puse a gritar(…).
“(…) ¿Qué voy a hacer? ¡Me va a matar! Porque él adoraba esa pieza. Todo lo que fuera histórico era importante para él, y esta perla es única en el mundo (…), me puse a andar de aquí para allá por toda la habitación, buscando sentir la perla con mis pies descalzos (…). Levanté la vista para mirar a mi pequinés blanco, y al otro pequinés, color caramelo, que era de Richard (…) de pronto noté que uno masticaba un hueso (…). Tuve que morderme la lengua para no gritar de nuevo. Con mucha naturalidad abrí la boca del cachorrillo y dentro estaba la perla más perfecta del mundo (…). Al final, acabé por contárselo a Richard. Pero ¡tuve que esperar por lo menos una semana!”.
Pero antes de llegar a las manos de esta pareja turbulenta, La Peregrina tiene una historia más larga y tal vez más interesante que la de dos amantes narcisistas y superfluos engarzados en una relación imposible.
Y esa narración está en el apasionante libro “La leyenda de La Peregrina” que acaba de editar Espasa con la firma de Posadas.
“La Peregrina” es la perla más famosa de todos los tiempos. Fue un esclavo el que en el siglo XVI, la encontró rodando en la arena tibia de las aguas del Caribe.
Ese mar era, por aquellos tiempos, cueva de piratas que asaltaban navíos y galeones que llegaban desde la Europa hasta las Américas recién descubiertas. Aquel esclavo compró con ella su libertad.
Su nombre, “La Peregrina”, da cuenta de la cantidad reinas y mujeres fastuosas que la llevaron colgando de su cuello; hasta que llegó al de Liz Taylor como destino final. Su forma de lágrima o pera, suave y sedosa, recibió la caricia de los dedos de Ana de Austria, Margarita de Austria, Isabel de Borbón y Felipe III.
El descubrimiento inusual de ese esclavo pronto llegó a oídos del rey Felipe II, que no pudo rehuir a la inusual belleza de sus formas. De ahí en más reinas, reyes, castrati, artistas, espías, ladrones y asesinos han construido su suerte en torno a la perla legendaria.
Con la ocupación de José Bonaparte a España, en 1808, la perla viajó de París a Estados Unidos. Pero entre aquellos primeros días de su descubrimiento en 1500, hasta ese 1969 en que Richard Burton la adquirió en una subasta, La Peregrina ha sido objeto testigo de la historia europea y sus sangrientos pliegues y desencantos.
En la novela histórica de Carmen Posadas este objeto precioso sirve de protagonista para narrar su increíble trayectoria que entraña pasiones e inéditos retazos de los quinientos años de nuestra historia.
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Querida Carmen, soy un compatriota tuyo y me encanta lo que escribes. Por eso me permito decirte que en tu novela sobre la Peregrina has tomado prestado una frase de la canción I Am A Rock, de Simon y Garfunkel, pero no se lo acreditas a ellos. Tenía que ser un veterano puntilloso y fanático de la música de los 60 como yo para detectarlo. En la página 328 un personaje dice: “Una roca, una isla, así soy yo. Las rocas no sienten dolor y las islas nunca lloran.” Y la canción dice: “I am a rock, I am an island…and a rock feels no pain, and an island never cries.” Una picardía, jejeje Desde Punta del Este te envío un cálido abrazo, Roberto Bennett