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Carmen Posadas (Montevideo, 1953) ha consolidado una carrera literaria contra el escepticismo de quienes consideraban su dedicación a la escritura el complemento de una vida glamurosa. Presentó días atrás Invitación a un asesinato, su novela más reciente, y mantuvo un encuentro con sus lectores, que son muchos.
La que fuera en los años noventa una de las notables de aquello que se llamó la beautiful people, las caras guapas de un socialismo que se encaminaba hacia su ocaso más turbio, es hoy sólo una autora de libros variados que cumple con destreza con las exigencias que impone la mercadotecnia editorial.
–¿Por qué el interés por la novela policiaca?
–Pequeñas infamias, la novela con la que gané el premio Planeta, también era policiaca. Es un género que me divierte, me gusta montarlas, construir ese aparato que tiene que funcionar como un reloj. Pongo mucho interés en que así sea porque como lectora de este tipo de historias me frustra muchísimo cuando empiezas una novela que te parece fantástica, te quedas hasta las cinco de la mañana leyéndola y la resolución es una estupidez tan grande que te apetece matar al autor y reniegas de las horas de sueño perdidas. Por ello trabajo mucho los finales.
–¿Qué particularidad tienen sus novelas policiacas con respecto a lo que es canon del género?
–Las mías son deliberadamente parecidas a la novelas inglesas. Las nórdicas que ahora están tan de moda carecen de sentido del humor, a diferencia de las inglesas. Creo que, como decía Evelyn Waugh, la mejor manera de hablar de las cosas serias es hacerlo en broma, y en Invitación a un asesinato se abordan temas como la eutanasia, adopciones que fracasan y otros asuntos escabrosos envueltos en el soufflé del humor.
–¿Se suma entonces a la moda de lo policiaco que ha explosionado en los últimos años o lo suyo es sólo coincidencia?
–Como ya dije, anteriormente escribí otras novelas de este estilo. Me gusta cambiar de género. Mi libro anterior era una biografía y el siguiente a éste irá también en esa línea. Menos poesía, he escrito de todo: ensayo, teatro, cuentos cortos, cuentos para niños…
–Con toda esa producción detrás, ¿cómo encaja el que haya quien considere su dedicación a la literatura una suerte de terapia ocupacional?
–Después de haber escrito treinta libros, sería más una obsesión que un pasatiempo. Hace mucho que nadie me dice eso.
–¿Suscribe lo que dice Vargas Llosa, que la escritura es el placer supremo?
–Sí. Para mí, escribir es algo maravilloso y a la vez como un mal amor, eso de ‘ni contigo ni sin ti tienen mis males remedio, contigo porque no vivo, sin ti porque yo me muero’. Por un lado es el placer supremo porque, al fin y al cabo, el novelista es dios y puedes hacer lo que quieras, dar la vida, quitarla, crear situaciones que no existen… Pero también tiene una parte de sufrimiento y de trabajo muy arduo.
–En su caso, ese trabajo ¿es una tarea diaria, programada, organizada o queda a merced del arrebato?
–Onetti le dijo una vez a Vargas Llosa una cosa bastante graciosa: ‘La diferencia entre tú y yo es que para ti la literatura es como una esposa y para mi es como una amante’. Y Onetti explicaba que Vargas Llosa es una persona organizada, disciplinada, con sus horarios, mientras que él era totalmente anárquico. Yo estoy más bien en la línea de Vargas Llosa. Para mí la literatura no es un amante sino un marido y, a veces, bastante tirano.
–¿Cómo es a la hora de escribir? ¿Corrige mucho?
–Corrijo, corrijo y corrijo. Escribo primero lo que sale, que en ocasiones son cosas horribles (pero siempre hay algo que se puede aprovechar) y luego reescribo de forma casi continua. Soy muy lenta.
–Usted tiene un estatus editorial que le permite, y al mismo tiempo supongo que la obliga, a sacar un libro cada dos años.
–Por eso digo que la literatura tiene para mí algo de marido tiránico. Como, al fin y al cabo, yo soy mi propia jefa, podría sacar un libro cada cinco años. Uno al año no, porque no puedo escribir tan rápido. Pero me exijo bastante a mí misma y cuando termino un libro empiezo a pensar en otro. Cuando estás escribiendo, es un período desasosegante, se pasa mal, te asalta el miedo al bloqueo o a la página en blanco. Pero cuando no escribo tampoco estoy contenta. Prefiero la tiranía de la escritura al vértigo de no escribir.
–¿Cuándo se percató de que la escritura podía ser su vida, de que quería dedicarse a los libros?
–Empecé a escribir muy pronto. Era la fea de la familia. Tenía dos hermanas rubias monísimas que contaban unos chistes estupendos y cantaban muy bien, al contrario que yo. Entonces me encerraba en mi cuarto y escribía un larguísimo y horrible diario lacrimógeno, por suerte perdido pero que es el origen de mi vocación literaria. Empecé escribiendo para niños porque como soy autodidacta no me sentía capacitada para escribir una novela. Me parecía una temeridad, sobre todo porque la literatura era como el territorio sagrado de mi padre, una persona capaz de aprender ruso para leer a Tolstoi, y griego para leer a Homero. En esa circunstancia, que la niña quisiera ser escritora era casi como una profanación y por eso empecé por la literatura infantil, que fue lo escribí durante mucho tiempo. Luego surgió la posibilidad de escribir para adultos. Pero yo tengo una carrera muy lenta. He tardado mucho en consolidarme y me alegro de que haya sido así
porque va más con mi carácter. Soy una persona bastante insegura y, si hubiera tenido un primer éxito, me habría bloqueado.
–Carrera lenta pero muy provechosa porque usted ganó el Planeta en 1998.
–Le estoy muy agradecida a ese premio, que me dio una proyección enorme. Antes del Planeta estaba traducida a dos o tres idiomas, y ahora a veintidós, que incluyen el chino y el coreano. Cuando veo las tapas de algunos de esos libros, me pregunto dónde pondrá Carmen Posadas porque no sé ni dónde está mi nombre. Y todo eso se lo debo al premio Planeta.
–¿Cuáles son sus autores de referencia?
–Tengo dos influencias. Por un lado, la literatura latinoamericana, como uruguaya que soy, y ahí están Borges, Cortázar, Horacio Quiroga, Onetti… Me gusta mucho la literatura latinoamericana porque creo que es muy oral, más primitiva, frente a la europea, más sofisticada. Somos un continente más joven y lo nuestro es algo así como ‘ven aquí, que te voy a contar un cuento’. Junto a eso tengo la influencia de la literatura inglesa, por contagio de mi padre y porque estudié en Inglaterra. Los ingleses tienen la distancia que da el humor. A mí la gente que se toma muy en serio me da risa.
–En su libro uno se encuentra con términos muy latinoamericanos, adjetivos como ‘cansoso’, referido a un trabajo, que delatan un sustrato del lenguaje muy fuerte que no se depura pese al tiempo que usted lleva viviendo fuera.
–Tengo que tener mucho cuidado. Procuro ponerlos en boca de personajes latinoamericanos y no en el narrador, que entiendo que tiene que ser más aséptico. Eso se me escapó. Hay un personaje peruano y puse mucho cuidado en transcribir cómo hablan los peruanos, que es muy distinto de cómo lo hacen los uruguayos. Tenía a todos mis amigos peruanos desesperados porque les preguntaba constantemente para ajustarme lo más posible a su modo de hablar.
–La Academia de la Lengua empieza a dar carta de naturaleza a esa vitalidad del lenguaje que tienen en América.
–Eso es maravilloso. El español es muy rico y no hay razón para dejar de usar una palabra que provenga de Cuba, por ejemplo, especialmente en un mundo tan multicultural y mestizo como en el que vivimos.
–Usted tiene otras circunstancias vitales que en la década de los noventa del siglo pasado la colocaron en el centro de sucesos nacionales y marcaron una época tormentosa. Como mujer de Mariano Rubio, vivió en primera línea la caída del entonces gobernador del Banco de España por el caso Ibercorp. ¿Qué perspectiva tiene ahora de aquellos momentos?
–A mí me queda una gran sensación de impotencia. Viví algo que sabía que era una injusticia y lamentablemente, en los juicios públicos, a diferencia de los que se desarrollan ante los tribunales, uno es culpable hasta que demuestre lo contrario, lo que a veces resulta difícil. Pero a la vez que sentía esa impotencia tenía muy claro que tarde o temprano todo se pondría en su lugar, como así ocurrió. Cuando se resolvió el juicio de Ibercorp se demostró que no había nada. Lo malo es que mi marido murió y yo creo que murió del disgusto.
–Pero en un proceso como fue aquél, al final el nombre de Mariano Rubio queda ligado para siempre al caso Ibercorp y muchas veces será lo primero que se recuerde, si no lo único.
–Como digo, el tiempo todo lo lo pone en su lugar. Primero quedó en evidencia que no había nada y, segundo, hay una especie de justicia poética. La crisis actual mostró la solidez del sistema financiero español mientras que produjo un efecto dominó que llevó a la quiebra a cuatro o cinco bancos en el mundo. Aquí no pasó eso gracias a los mecanismos de seguridad que se instauraron en la etapa de Mariano Rubio al frente del Banco de España. Ahora cuando se analiza la crisis hay quien recuerda ese mérito, y me alegra mucho. Por eso digo que, aunque a veces tarde, el tiempo todo lo pone en su lugar.
–Usted vivió, en los noventa, otra crisis financiera al lado de quien entonces era la máxima autoridad monetaria. ¿Qué recuerda de aquel momento?
–Aquello era una brisita comparado con el actual vendaval. No lo recuerdo como lo estamos viviendo ahora en absoluto. Ésta es la gran crisis.
–Y vivir con alguien del mundo de la economía, ¿no le dejó interés por ese ámbito, no le proporcionó ningún saber práctico que sea útil en estos tiempos difíciles?
–No tengo formación económica de ningún tipo y no me siento capacitada para hablar de economía. Vivir al lado de alguien que se dedica a la economía no te convierte en Keynes.