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Las nuevas Lolitas

Acabo de enterarme de cuál es el último grito como regalo de primera comunión para niñas. Lo llaman “pelu party” y consiste en una fiesta superenrollada en la que las asistentes se someten a una sesión de belleza que incluye clases de maquillaje, manicura francesa, peluquería, masaje y todo por la módica suma de setenta euros por niña. No caeré en la tentación de mencionar aquí la frase más manida del momento que empieza… “Con la que está cayendo” para decir que me he quedado patidifusa al leer lo que ocurre en tiempos atribulados como los nuestros. Y no la voy a mencionar porque, a pesar de que me parece asombroso que alguien regale algo así a una criatura que acaba de participar en una ceremonia religiosa, lo que más me llama la atención es un punto sobre el que los sociólogos hace tiempo que vienen alertándonos. A saber, que en las sociedades occidentales la adolescencia se está adelantando vertiginosamente. Y no solo porque los chicos, y en especial las chicas, empiezan a comportarse como adolescentes con diez o incluso nueve años, sino porque la pubertad también se ha adelantado. Se calcula que se produce de ocho a veinticuatro meses antes que hace unos años. Se desconoce por qué sucede esto. Algunos dicen que una de las causas puede ser una dieta más sana y mayor profilaxis. Otros apuntan que, en las sociedades avanzadas, se tiende al sobrepeso mientras que hay quien sugiere que las leches maternizadas provocan que los bebés crezcan más rápido. Sea cual fuere la causa, el problema no es solo biológico, también es cultural. Mientras nosotras, las niñas de mediados siglo XX, no nos quitábamos los calcetines hasta bien entrados los trece o catorce años, las de principios del XXI van con el ombligo al aire y se pintan las uñas desde los diez; véanse si no “iconos” infantiles como la hija de Tom Cruise, que lleva tacones desde los cinco, criaturita de Dios. Decía Rousseau que no vivir, disfrutar (y sufrir) cada etapa de la vida no solo es una desgracia sino un error. El ser humano no se diferencia de otros seres vivos y, si no se queman las etapas, se producirán frutos precoces sin madurez ni sabor y que acabarán por pudrirse demasiado pronto, apuntaba él. Se podría argumentar que los jóvenes de tiempos anteriores pasaban también de la infancia a la edad adulta sin solución de continuidad. Apenas dos generaciones atrás, los chicos empezaban a trabajar con catorce años e incluso emigraban a América sin más compañía que una carta de recomendación destinada a un tío o un pariente lejano. Las niñas por su parte se casaban recién estrenada la pubertad cambiando la muñeca de trapo por un bebé de carne y hueso. Todo esto es cierto, pero el fenómeno actual presenta algunas variantes a tener en cuenta. Los jóvenes actuales no se vuelven adultos por culpa del hambre, la guerra o la penuria como ocurría antaño. Al contrario, a ellos se los protege de todo lo malo, de todo lo “feo” de la vida. No aprenden por tanto con la experiencia sino que son niños con mucha información (a través de las nuevas tecnologías, por ejemplo) pero con poca formación, porque nunca se han enfrentado a dificultad alguna. Carecen por tanto de inteligencia emocional, creen que todo les es debido, no saben valerse por sí mismos y se frustran en cuanto no tienen lo que piensan que les corresponde. En resumidas cuentas, maduran muy pronto en lo externo, en su aspecto físico, en sus apetencias sexuales, incluso, pero emocionalmente son niños. Tampoco ayuda que los padres, por su parte, se nieguen a madurar. Ahora la paradoja es que los adolescentes quieren ser adultos y los adultos se comportan como adolescentes hasta pasada la cuarentena. La juventud es la única etapa deseable de la vida y, ante todas lo demás, se aplica el truco del avestruz, meter la cabeza en la tierra y así, lo que no se ve no existe. La solución no es fácil, pero se me ocurre que esos atribulados padres preocupados porque sus niñas de diez se comportan como Lolitas y no asumen su edad tal vez deberían empezar por dar ejemplo y asumir ellos la suya.

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