Asombroso ¿verdad?, cómo el mundo puede cambiar de un día para otro. Y a causa de un elemento microscópico como un virus, además. Si apenas unas semanas atrás los niños decían que de mayores querían ser influencers, famosos o futbolistas, ahora desean ser médicos, soldados o policías. El dato no es tan baladí como parece, de hecho es sintomático. De pronto descubrimos que nuestra vida depende de profesionales que ponen su deber por delante de aspiraciones económicas, su afán de servir antes que su bien particular. Gentes como el personal sanitario o las fuerzas de seguridad del Estado capaces de arriesgar su vida por otros y que, a pesar de que los sueldos que cobran dejan mucho que desear, no aprovechan, como otros colectivos que todos conocemos, el momento en el que más necesarios son para ponerse en huelga. Y, quien habla de estos dos colectivos, habla también de agricultores, empleados de hogar, cuidadores, transportistas, camioneros, mensajeros, conductores, cajeras de supermercado y tantos otros que continúan realizando su trabajo para que el mundo no se pare del todo. Porque, para otra cosa no servirá una emergencia mundial como esta , pero para resetear conciencias y reordenar prioridades, es única. Muchos serán los cambios sociales y de percepción que se produzcan tras la pandemia, pero me gustaría comentar uno que me interesa especialmente. Hace apenas unas semanas, en esta, nuestra cita semanal, escribí un artículo que titulé “La verdad no existe, la verdad se fabrica”. Hablaba de cómo, en el mundo pre-coronavirus, ya no existían los hechos, sino solo “relatos”. Comentaba mi estupor al ver cómo algunos de nuestros políticos, y en especial el presidente de Gobierno, impasible el ademán e inhiesto el tupé, nos contaba una flagrante mentira tras otra a sabiendas de que, al cabo de unos días todas quedarían sepultadas bajo nuevas tropelías y trolas , de modo que podía, con total impunidad, contar otra media docena más. Mentiras que, por supuesto, y para hacer cierta la frase de Goebbels, acababan convirtiéndose en verdades porque al ser tan trepidante la actualidad de entonces, la memoria se nos había vuelto más que flaca, anoréxica. Pero todo eso se acabó. Una de las víctimas del coronavirus a quien nadie llorará, salvo los tramposos y los embusteros, es la posverdad. La Realidad en forma de pandemia nos ha obligado a regresar a un terreno hasta ahora abandonado. El de los hechos. Porque, cuando vienen mal dadas, la gente desarrolla un instinto infalible para descubrir quién tiene capacidad de liderazgo y quién no, quién es un cantamañanas que ha elaborado su discurso político a base de cuatro eslóganes manidos y tres consejos memos pero resultones de sus asesores de imagen, y quién merece confianza. Siempre ha sido así. Son los tiempos y las circunstancias las que crean líderes, no al revés. En la era pre-coronavirus muchos nos preguntábamos cómo era posible que el mundo estuviera dirigido por tal sarta de mediocres; ahora será el propio Covid-19 el que cree mandatarios fuertes y fiables. Esta suerte de darwinismo social por el que acaba prosperando el más apto, se está produciendo ya en el terreno de la información. Un grupo de investigadores italianos decidió recoger todos los tuits que hablasen del virus, en todas las lenguas. Pretendían analizar el riesgo que tenía cada país de caer en fake news. Pero descubrieron algo asombroso y esperanzador. A medida que virus se acercaba a un país, la difusión de enlaces a páginas poco fiables descendía. También observaron un aumento espectacular de audiencia de los medios tradicionales frente a otros de origen dudoso. Hasta tal punto, que han sido capaces de predecir adónde llegará el virus solo por el movimiento de la población hacia información más fiable. ¿Increíble, verdad? Quién nos iba a decir que tendríamos que agradecerle al Covid-19 que nos librase de otra pandemia igual de universal y peligrosa. La de la estupidez, la de la posverdad. Se anuncian malos tiempos para los troleros, también líderes débiles y tramposos que nos tomaban por idiotas.
Redondito Carmen.Una Diosa