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Me gustan los hombres

Acabo de teclear el título de este artículo y de pronto me detengo. Vaya perogrullada, pienso; se supone que a todas las mujeres heterosexuales nos gustan los hombres y no debería de haber motivos para hacer pública semejante profesión de fe. Sin embargo, creo que las mujeres, y en especial las que escribimos, últimamente estamos demasiado cañeras con los tíos. Abundan hasta la náusea los artículos en los que se habla del egoísmo masculino. Que si ya está bien de que ellos se crean Rapa Nui (léase el ombligo del mundo). Que si estamos hartas de ser el segundo sexo del que habló Simone de Beauvoir y que ahora en siglo XXI seremos por fin el primero. Que si alumbra ya la era del varón domado y más aún la del varón sometido. Y ojo, chicos, porque a la mínima que os descuidéis haremos con vosotros, metafóricamente al menos, lo mismo que hizo Lorena Bobbit. Sí, aquella que aprovechó el sueño de su marido para “afeitarlo” tan al ras que lo dejó listo para trabajar de eunuco en un harén. Y luego está toda esa monserga de cómo nosotras somos más sensibles que los hombres y también más evolucionadas biológicamente y por supuesto más inteligentes. Amén de los chistes feministas que se parecen mucho a los machistas y que tienen tan poca gracia como estos. O poner el grito en el cielo por cualquier comentario adverso contra las mujeres mientras contra los hombres se puede despotricar todo lo que se quiera porque para eso está la libertad de expresión…

Yo, que soy mujer y por tanto lo puedo decir (si fuera hombre seguro que me capan), debo confesar que empiezo a estar harta de este discursito. No creo que seamos ni más inteligentes, ni más sensibles, ni más evolucionadas que ellos; somos diferentes, y a Dios gracias que es así, porque si no este mundo sería mucho más aburrido. Ahora bien, lo que más me sorprende de todo el asunto es que los hombres con tanto blablá hembrista han caído víctimas de un curiosísimo síndrome de Estocolmo. De un tiempo a esta parte, el que más y el que menos dice estar ahora “cultivando su lado femenino” o “envidiar terriblemente la extraordinaria sensibilidad de las mujeres” o confiesa que su mayor deseo en esta vida hubiera sido “nacer mujer para ser madre”. Menos esta última afirmación, que comprendo divinamente (ser madre es lo más maravilloso que existe), el resto de las afirmaciones me tiene mosca. ¿No será que los hombres se están feminizando? Si miramos las modas y las costumbres bien podría ser que sí. El otro día leí que el 60 por ciento ¡¿60?! de los varones españoles se depila (con lo que a mí me gustan los tíos de pelo en pecho, qué desgracia). Además, desde que Beckham reinó en estas tierras, llevar pendientes de diamantes ya no es de nenazas, ni lo es hacerse mechas, ni tampoco ponerse rimel; a este paso, pronto los veremos usar lip gloss y pintarse las uñas, si no, al tiempo. Yo, como soy una antigua, cuando los veo por la calle de esta guisa, con los pelos en pincho y los pantalones enseñando gayumbos, lo que me da es un ataque de risa, qué quieren que les diga. Cierto es que en otras épocas los hombres también llegaron a invadir las modas femeninas. En la Francia del siglo XVIII, por ejemplo, llevaban tacones, lucían pelucas y se ponían colorete. Claro que aquello acabó como acabó (en revolución y rodando cabezas) de modo que no saquemos conclusiones apresuradas…
En fin, no voy a seguir con el sermón, porque sé perfectamente que estoy en franca minoría y que a muchas de mis congéneres el que ellos fomenten su lado femenino les parece sensacional y pasear del brazo de un maromo depilado el súmmum de lo cool. Yo, en cambio, ahora que viene el verano y la ropa escasea, hago votos para tener la enorme suerte de descubrir, entre tanto petimetre, pisaverde, lechuguino y lampiño metrosexual, también a algún tío como los de antes. De esos que en vez oler a pachuli o a 212 de Carolina Herrera despiden feromonas a kilómetros, por ejemplo. Primitiva que es una, pero mmmm qué gustazo.

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