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Menos común de los sentidos

Leo con estupor que un fiscal pide solo condena por “abusos” para a un pederasta que sodomizaba bebés. Por lo visto, Álvaro Iglesias, que así se llama el acusado, se dedicaba a filmar sus tropelías en vídeo para luego venderlas a través de una red de pornografía infantil. Antes que nada, quiero decir que siempre me ha llamado la atención el hecho de que existan tantas redes de pederastia.
Si existen es porque debe de haber enorme demanda, lo que me hace pensar que muy cerca de nosotros, mucho más de lo que imaginamos, se oculta más de un miserable de esas características. De hecho, cuando se detiene a alguno de estos sujetos, vemos a continuación en la tele cómo entrevistan a algún amigo, vecino o pariente que no sale de su asombro. “Pero si todos lo teníamos por un padre y marido perfecto”. “Pero si era un muchacho ejemplar”. También Álvaro Iglesias era un chico encantador. Guapo, simpático, generoso. Sólo que él aprovechaba su actividad como canguro para cometer sodomías y felaciones con bebés de tan solo dos años.

Resulta que ahora, merced a un agujero legal, semejante individuo no puede ser acusado de violación –lo que le supondría de 12 a 15 años de prisión–, sino solamente de abusos, delito éste que está penado con 4 a 10 años de cárcel. ¿La razón? Una reforma del código Penal del año 1995 establece que la violación requiere acceso carnal por vía vaginal, anal o bucal, pero con “violencia o intimidación”.
Los abusos sexuales por los que se acusa a Iglesias se refieren a la misma conducta, pero, naturalmente, al tratarse de niños tan pequeños, no tuvo necesidad de utilizar violencia ni intimidación. Así, un delito que debería ser considerado aún más monstruoso, puesto que atenta contra un ser indefenso, no sólo no está agravado por dicha circunstancia, sino atenuado. Es de esperar que el juez utilice en este caso el sentido común. Si en la vida normal su ausencia es lamentable, cuando hablamos de la Justicia, puede llegar a ser aberrante.

Tal vez recuerden ustedes el caso de un individuo que, hace unos años en Alemania, fue juzgado por matar y luego comerse a su víctima. Semejante tipo pudo alegar con éxito como atenuante que “lo hizo con consentimiento de la víctima”. Incluso presentó una prueba irrefutable: un vídeo que ambos grabaron antes del festín. En él podía verse el momento en que la víctima (un hombre que el caníbal conoció por internet) daba su permiso al asesino. También se veía, como en el más espeluznante de los estrambotes que hayan llegado a mis oídos, ambos procedieron a cortar y comerse el pene del primero en un acto que ellos llamaron “comunión carnal”.
Es curioso resaltar que, en los dos casos de los que hablamos, los acusados alegaron, con éxito como disculpa, que ellos mismos fueron víctimas de abusos en su infancia. El primero reconoció, por ejemplo, que su adicción al sexo con menores le “atormentaba” desde los ocho años puesto que antes había sido a su vez víctima de abusos por parte de un pariente. Este dato, que el papanatismo bienintencionado esgrime como disculpa, a mi modo de ver no lo es. No todos los niños que han sufrido abusos se convierten en pederastas, o en violadores, o en caníbales; es un hecho.

Lo que sí demuestra, en cambio, es que, tal como indica el lucrativo negocio de la pedofilia en internet, el número de personas con inclinaciones inconfesables es mucho mayor del que suponemos. Y conviven con nosotros, y quizá son nuestros amigos. Que el ser humano es capaz tanto de la mayor grandeza como de la mayor abyección, se sabe desde siempre, pero para eso están –o deberían estarlo– las leyes, para protegernos de nosotros mismos. Porque por mucha pamplina progre y por mucha tontuna políticamente correcta que intente hacernos creer que todo el mundo es guay, y que todo el mundo es bueno, el mal existe y el primer paso para combatirlo es reconocer que es así.
Proteger los derechos del acusado está muy bien y es muy loable, pero mejor aún sería que en la Justicia, como en la vida, se usara un poquito más el sentido común, ese que todos dicen que es el menos común de los sentidos.

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