Origen. La revista del sabor rural
Carmen Posadas: “La literatura debe utilizar los sentidos que no tienen cabida en el cine, empezando por el olfato o el gusto”
Carmen Posadas (Montevideo, 1953) recibió en 2007 el Premio Sent Soví, acaso el más prestigioso que se otorga en España alrededor de la literatura gastronómica, por el libro “Hoy caviar, mañana sardinas”, escrito en colaboración con su hermano Gervasio, y que relata escenas de la vida de diplomáticos que disfrutaron de niños por Madrid, Moscú, Buenos Aires y Londres, con la comida como eje central. Pero, más allá de este galardón, reafirman su trayectoria novelas traducidas a más de 20 idiomas, entre ellas “Pequeñas infamias”, Premio Planeta 1998, cuyo protagonista es también un cocinero. Y hasta en “La cinta roja” (2008), su obra más reciente, recrea un fastuoso festín organizado en París por su protagonista, Teresa Cabarrús.
Hay, por tanto, muchas razones gastronómicas para hablar (en el Bar Inglés del Hotel Palace de Madrid y alrededor de un té Earl Grey) con esta escritora hispano-uruguaya, un personaje discreto y a la vez cuidadosamente envuelto en glamour a quien también avala el amor por los fogones y la condición de anfitriona capaz de seducir a sus invitados con un cóctel, a poder ser Bellini o Pisco Sour peruano.
¿Cuáles son sus primeros recuerdos infantiles asociados al mundo de la comida?
A mi madre le encantaba la cocina pero no sabía freír un huevo, con lo que ideaba las recetas y luego se las daba a una cocinera fantástica que teníamos para que las hiciera. Se pasaba la vida buscando recetas y hablando de comidas. Mis padres eran de esos matrimonios que siempre están ideando planes especiales para descubrir restaurantes. También recuerdo las prohibiciones, porque a mí me encantaba, literalmente, meter la mano en la masa. En Uruguay, todos los domingos existe la costumbre de comer pasta hecha en casa, sean raviolis, gnocchi, etc, Disfrutar de su preparación era una maravilla, por lo que para una niña como yo no poder tocar era una verdadera frustración. Preparar la pasta era todo un ritual, puesto que se empezaba a trabajar a las diez de la mañana: primero había que amasar; luego, dejar reposar; luego, hacer el tuco, una salsa de tomate con laurel. Un gran operativo que se prolongaba durante toda la mañana del domingo. Culinariamente, he tenido distintas fases en mi vida. En aquella época infantil, la cocina me encantaba. Luego la olvidé un poco, porque, durante la adolescencia, me dediqué más a los novios. Al casarme, recuperé la pasión por descubrir recetas y probarlas, etc, hasta que entró en mi vida Amantina, que está conmigo en casa y cocina como los ángeles. Por eso, ahora sólo me dedico a recoger recetas, a ensayar, a buscar, a proponerle experimentos.
¿Cuáles son, en su opinión, los “monumentos” de la cocina uruguaya tradicional?
Como todas las cocinas latinoamericanas, es una mezcla de todas las culturas culinarias que han llegado al país. Hay una tradición española que se nota desde los callos hasta las lentejas o la tortilla de patatas; luego, un sello italiano muy evidente, que aparece en la pasta, al que hay que añadir todo el ritual de las carnes. En Uruguay no hay ninguna casa que no tenga una parrilla de obra, ya sea en el campo o, si se trata de un apartamento, en la terraza. De ella siempre se ocupan los hombres, porque las mujeres no suelen ser parrilleras.
Usted inició, como consecuencia de la actividad diplomática de su padre, un periplo internacional a edad muy temprana, ¿cuáles fueron las tradiciones culinarias que más le llamaron la atención en este recorrido?
Yo he vivido en España, en Rusia, en Argentina, países con una gran tradición culinaria. De todos ellos me han quedado platos que seguimos preparando en casa. Por ejemplo, de los rusos una sopa de remolacha muy buena que se llama borsch, el strogonoff o los blinis con caviar. Y respecto a Gran Bretaña, aunque su cocina no tiene mucha fama, tengo muchos recuerdos agradables de la comida en el colegio. Me encantan las recetas que se mastican, como el steak & kitney pie, un pastel de riñones y carne, que va al horno con una salsita. Pienso que en la cocina británica hay muchas cosas recuperables, encabezadas por unos postres espectaculares.
¿Cómo era el Madrid de la segunda mitad de los sesenta al que usted llegó? ¿qué recuerdos tiene?
Yo venía de Uruguay que, en ese momento, era más avanzado que España. Ahora es justamente al revés, porque mi país va para atrás. Madrid era una ciudad en blanco y negro. Esa fue, al menos, la sensación que tuve al llegar. Como siempre pasa con los niños, hay recuerdos de olores, a churrería, a los bares, al que salía de las alcantarillas del metro. Acaso de aquella época vino parte de la mala fama que tuvo la cocina española, cuando se freía con aceites de muy baja calidad. Ahora que ha mejorado tanto el aceite podemos decirlo.
¿Cuáles son los sabores españoles que más le han llamado la atención desde siempre?
Creo que la cocina española es tan variada que puede compararse perfectamente con la china, en la que hay absolutamente de todo. En España sabíamos que teníamos una cocina espectacular aunque Victoria Beckham se horrorizara por el exceso de ajo. Ahora parece que esta calidad la ha descubierto el resto del mundo. Y de todas las gastronomías de España, yo me quedaría con la del norte, con la vasca, la navarra, la gallega o la catalana, por la variedad y la calidad de los productos, pero también la andaluza es muy imaginativa. A lo mejor la materia prima no es tan buena pero hacen verdaderos milagros. La castellana es muy sobria y quizá no tenga muchos registros, pero los asados me gustan mucho. Pero, si tuviera que elegir, optaría por la del norte. Recuerdo cuando estaba esperando a mi hija Sofía, hace 35 años, estábamos vi-viendo en Fuenterrabía y nos fuimos a dar un atracón al restaurante Arzak, donde casi me puse de parto. Fue una ocasión inolvidable, aunque todavía, lógicamente, Juan Mari no era la figura mundial que ha llegado a ser.
Obtuvo el Premio Sent Soví por “Hoy caviar, mañana sardinas”. ¿El título puede ser el resumen de su relación con la comida durante aquellos años?
Sí, es la metáfora de la vida de los diplomáticos. Cuando la gente lo ve desde fuera, se imagina que todo es maravilloso, porque están permanentemente en fiestas y tomando Champagne. Por un lado, es verdad pero también viven siempre en una montaña rusa. Como dice el libro, a lo mejor un día estás tomando caviar con la Reina de Inglaterra en Buckingham Palace y otro día, un bocadillo de sardinas no se sabe dónde. Por cierto que, caviar al margen, Buckingham Palace huele a repollo de forma penetrante, me quedé estupefacta. Siempre recuerdo a mi padre peleándose con mi madre por los olores de la casa, y de pronto, llegas allí, el lugar más glamuroso del mundo, y descubres el mismo problema. En todo caso, el Premio Sent Soví me hizo especial ilusión por varias cosas. En primer lugar, porque ya había sido jurado de este mismo premio en el apartado dedicado a artículos periodísticos. Y también por la acogida que tuvo el libro, lo que significa que hay gente que se identifica con estas vivencias. Es decir, que somos muchos los nómadas, personas que hemos nacido en un sitio y vivido en otro y que vemos los países extranjeros de una forma especial, quizá con unos ojos más abiertos.
Pequeñas infamias, otro de sus grandes éxitos, también tiene una vinculación gastronómica…
Sí, aunque no me lo planteé así. De hecho, me dio mucho miedo introducir el componente gastronómico, porque ya lo habían hecho Vázquez Montalbán o Jorge Amado en su obra y me planteaba si estaría copiando un formato que ya existía. Me ví un poco obligada porque toda la intriga la lleva un chef y tiene que hablar de cocina. Pero, definitivamente, cuando el libro se empezó a vender a todos los países, el mayor reclamo era el tema de la comida. También, en mi última obra, La cinta roja, recreo una cena muy famosa que tuvo lugar en París, donde Teresa Cabarrús, mi protagonista, sedujo a sus invitados con viandas cuyo nexo de unión es que todas incorporaban algún ingrediente dorado.
¿Cuáles son, en su opinión, los escritores más virtuosos a la hora de hablar de cocina?
El libro que más me ha gustado ha sido “Doña Flor y sus dos maridos”, del brasileño Jorge Amado. Es la historia de una mujer que da clases de cocina y cuyo marido, muerto como resultado de todo tipo de excesos, se le aparece constantemente, provocando una serie de situaciones curiosas. Junto a esta obra, la novela negra, en general, está muy relacionada con la cocina porque hay detectives que son también “gourmets”, caso de Pepe Carvalho, de Vázquez Montalbán. Y hay libros que han tenido mucha repercusión, porque mencionan cosas relacionadas con la alimentación, caso de “Como agua para chocolate” de Laura Esquivel, cuyo éxito se asocia a la propia presencia del chocolate. Cualquier libro que tenga esta palabra en el título vende más. Así me lo han dicho los editores.
¿En general le gusta que tus personajes disfruten de la buena mesa, que hablen de sus experiencias gastronómicas…?
Sí, siempre es un buen truco hablar de comida en los libros, porque resulta muy evocador. Nosotros los escritores estamos compitiendo con el cine y la televisión, que juegan con ventaja porque tiene la imagen y el sonido. Y la literatura tiene que utilizar todos los sentidos que no tienen cabida ahí, empezando por el olfato o el gusto.
¿En el mundo diplomático, hay verdaderos gourmets o simplemente se habla de comida?
Se habla sin parar un solo minuto. Es el tema prioritario, porque además es un arma para los diplomáticos. La buena mesa es un gran lugar de encuentro: la gente, cuando come bien, baja la guardia, lo que crea una corriente de calor, de hermandad, de simpatía. Y después porque los diplomáticos se han convertido, sobre todo, en grandes anfitriones. Antes tenían una carga política mucho mayor pero ahora las relaciones se llevan más de país a país. Por ello, los embajadores se han convertido en anfitriones que agasajan a sus invitados y para ello, el recurso fundamental es la comida.
¿Le gusta a Carmen Posadas ir a los mercados, disfrutar de esos olores, esos sabores?
Me encanta porque en el mercado está la esencia de la cocina. Ahora, lamentablemente, tengo poco tiempo. Cuando iba solía visitar el de San Miguel, junto a la Plaza Mayor, antes de que cerrara. Ahora ha reabierto como un escenario sofisticadísimo. Cuando vivía cerca del estadio Santiago Bernabéu, iba al de Potosí, que también es excelente y en otra época, al de La Paz, en el barrio de Salamanca.
El Pisco Sour peruano que ofrece en sus convocatorias goza de cierta fama, ¿algún otro cóctel español o europeo que le guste especialmente?
Me gusta ofrecer a mis invitados cosas de las que han oído hablar pero no han probado. De ahí el éxito del Pisco Sour, que ahora es ya mucho más popular. Luego está el Bellini, que se suele tomar en su fórmula falsa. La composición esencial, la auténtica, es Champagne con zumo totalmente natural de melocotón. Ese cóctel me ayudó a acercar posiciones con Manuel Vázquez Montalbán, porque compartíamos esa afición. Una vez me vino a hacer una entrevista y deduje que él me consideraba una pija insoportable. Pero salió el Bellini en la conversación y se quedó sorprendido agradablemente. A partir de ahí, nos hicimos amigos.
¿No le llama la atención el triunfo internacional de la cocina española, que nuestros cocineros se hayan convertido en estrellas mundiales?
Me encanta y no me llama tanto la atención porque, como decía, la española es una de las cocinas con más registros que existen, quizá sólo superada por la china. La italiana también es muy rica, pero sólo puede hablarse de la del norte, más basada en el producto, y la del sur, con la pasta como referente. Pero en España hay un abanico mucho mayor, incluyendo seis o siete gastronomías muy completas y muy diversas.
¿Y no le sorprende que este éxito, con escasísimas excepciones, sea tan masculino, como ha ocurrido siempre con la alta gastronomía mundial?
Sí, es un poco frustrante. Yo no soy muy feminista. Si lo fuera, daría una respuesta más rotunda, pero creo que las mujeres, que hemos estado siempre en los fogones, teníamos que dar de comer diariamente y solucionar un problema. En cambio, cuando cocinan los hombres, lo hacen en fines de semana con todo el tiempo y toda la parafernalia y pueden ser más creativos. De todos modos, cada vez habrá más grandes cocineras.
¿Cuál ha sido su relación con el mundo del vino? ¿Por dónde van sus gustos en este terreno?
Siempre que se hace el panegírico del vino tinto lo paso muy mal, porque, como muchas mujeres, prefiero el blanco. No me pregunte por qué, pero me decanto por los vinos de Rueda, los del Somontano o los gallegos. Si tuviera que elegir uno me quedaría con el Marqués de Riscal de Rueda. Aunque a veces le ponga hielo.
¿Cuáles son los proyectos literarios o de otro tipo en los que está actualmente inmersa una escritora tan prolífica como usted?
Estoy escribiendo un thriller protagonizado por una señora que no es gourmet sino gourmand, es decir, que está gorda. Sí, es posible que parezca prolífica, porque el año pasado se me juntaron varias ediciones, pero creo que soy simplemente activa y no me paso diez años entre libro y libro. Y he rechazado algunas propuestas procedentes de la televisión porque no me convencen nada.
Finalmente, Carmen, ¿qué le gustaría tomar en un día como hoy, a finales del verano, y con qué vino lo acompañaría?
Quizá un salmorejo, porque ya estamos un poco aburridos del gazpacho; después, un arroz de verduras y, de postre, algo uruguayo, soufflé de dulce de leche. Los postres me entusiasman. Para beber, siempre vino blanco.
Autor: Luis Ramírez