Otra forma de ver las cosas
Cada vez que me siento a escribir para nuestra cita quincenal, busco anécdotas, noticias curiosas, o situaciones que me llaman la atención para comentarlas con los que ya considero mis amigos de los domingos. En ocasiones, incluso se trata de reflexiones personales que no me atrevería a contar en voz alta. Y es que la palabra escrita es más impúdica que la hablada, como bien delatan las intimidades que la gente vuelca en sms y correos electrónicos.
Por eso siento una inmensa alegría cada vez que alguien me para por la calle y me comenta que tal o cual artículo mío le ha gustado o le ha ayudado de alguna manera. Quiero pensar que si “llegan” es porque escribo sin protegerme, sin intentar vender ninguna moto ni decir lo que queda bien o hacerme la interesante. Sin embargo, con esa misma franqueza debo decir que esta semana me ha costado mucho encontrar tema. Mi forma de ser hace que busque siempre el lado humorístico de las cosas, incluso de mas las trágicas pero, según y cuando, el humor puede confundirse con frivolidad o peor aún con sarcasmo. Y es que la actualidad no puede ser más desoladora. Si uno lee los periódicos o ve las noticias no sabe ante qué espantarse más, si ante las cifras del paro, los recortes brutales o la deriva independentista de algunas regiones. Por si fuera poco, como en una plaga bíblica, semanas atrás hemos sufrido inundaciones y pérdidas económicas considerables que vienen a unirse a los dramas humanos que hay detrás de todo ello. Como es lógico, se está generando un estado de postración general, un pesimismo crónico, e incluso, lo que el rey don Juan Carlos ha llamado un abatimiento infecundo. Se refería a ese desencanto que hace que de pronto nos volvamos demasiado autocríticos diciendo que este país es un desastre, que no tiene arreglo, que hemos vivido por encima nuestras posibilidades y que todas las instituciones, incluida la monarquía, están obsoletas y no nos representan. Hablaba también del peligro de ponerse a discutir de quién es la culpa, como en la famosa fábula de galgos y podencos. Como recordarán, la historia es que dos liebres ven venir unos perros hacia ellas y se ponen a debatir si son galgos o podencos. Y tan enfrascadas están en la discusión y en criticar las hechuras y los dientes de los perros que no se dan cuenta de que da igual lo que sean, pues están a punto de comérselas. Y por supuesto se las comen. Tal vez haya por ahí muchos galgos o podencos, pero da igual quiénes sean: lo importante es reaccionar. Y, sobre todo, no dejarse ganar por el abatimiento infecundo y los golpes de pecho. Este es un gran país. El cambio que ha experimentado España en los últimos treinta y tantos años es de los más espectaculares de Occidente. Tenemos las mejores infraestructuras de Europa, empresas punteras en sectores tan dispares como la moda, la ingeniería, la telefonía e incluso –y a pesar de todo– la banca. Y no se acaba ahí la lista de activos. Tenemos un capital humano único, la generación de españoles más preparada y una estructura familiar solidaria y generosa que hace que dramas como el paro y las penurias económicas se afronten mucho mejor que en otros países. Y tenemos además a quien mejor representa los intereses de España en el mundo, el mismo que ahora nos alerta de los peligros de ese infecundo abatimiento. Un rey que, con sus luces y, como es lógico, sus sombras, ha dado a este país el período de paz y bienestar más largo de toda su historia. ¿No son esta y todas las demás buenas razones para mirar al futuro con fecundo optimismo y también sentirse orgullosos?