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“Para escribir no hace falta ser extraordinariamente inteligente”

“Para escribir no hace falta ser extraordinariamente inteligente, tampoco extraordinariamente culto, pero sí debes tener tres cualidades: ser curioso, ser un gran lector para no pensar que estás descubriendo el Mediterráneo constantemente y sentir la pistola en la sien. Porque te sientas, esa pantalla parpadea y no se te ocurre nada. Así que te levantas y vas a la nevera a por un helado. Pues no, tienes que permanecer sentado hasta que se te ocurra una idea”. El tono de estas declaraciones puede parecer asertivo, pero Carmen Posadas (Montevideo, 1953) lo cuenta con esa voz suya que mece, y ves que es sentido común.

Una hora antes nos ha recibido en su casa para conversar. Una casa con un árbol de Navidad enorme a la puerta, una mesa en la que el móvil para grabar la charla desentona con la decoración. Posadas se ríe con ganas y en su discurso transmite la idea de que las opiniones ajenas, desde hace un rato ya, le importan bastante poco.

Los prejuicios y el saco de clichés en torno a su persona: la belleza, la familia de diplomáticos en la que nació, la literatura, el ser señora de. Dieciséis novelas después, siete ensayos y once libros infantiles, un premio Planeta, una cátedra con su nombre y hasta una calle en Rivas Vaciamadrid (histórico bastión de Izquierda Unida). Estos dos últimos logros, dice, le impresionan y le hacen mucha ilusión.

Posadas dice de sí misma que es incorrecta en las columnas, se considera postfeminista y detesta los “piropos terroristas”. “Con el paso de los años ya no me los dicen tanto”, afirma.

PREGUNTA. Me gusta mucho la anécdota que cuenta Carme Chaparro, cuando un señor le dijo que jamás la tomarían en serio siendo tan guapa. Usted ha contado en alguna ocasión que no se sentía especialmente bella…

RESPUESTA. No, era horrorosa. ¡Era tan fea!

P. Es obvio que eso ha cambiado. ¿Cuánto le ha ayudado su aspecto y cuánto ha sido su espada de Damocles?

R. Te agradezco muchísimo que digas eso porque a mis casi 70 años prefiero mil veces que me digan que soy guapa a que soy inteligente. Hay escritoras guapísimas a las que nadie cuestiona si son buenas o no, pero cuando empecé hace 40 años había un estereotipo de cómo debíamos ser. Tenías que llevar gafas, no prestarle ninguna atención a ir a la peluquería, nada de maquillarte o pintarte las uñas… porque si eras una intelectual no prestabas atención a tu físico. Durante un tiempo sufrí lo que yo denomino piropo terrorista.

P. ¿Perdón?

R. Consistía en alabar una parte de tu físico para quitarle méritos a otra cosa. Me ha pasado mil veces, pero para no personalizar tanto te cuento una anécdota de Montserrat Roig. Fue a ver a Josep Pla y le dijo que quería ser escritora. Ella hablaba y hablaba y él escuchaba sin decir nada, y al final, le dijo: “Señorita, con esas piernas tan bonitas que usted tiene, ¿para qué quiere ser escritora?”. Eso es el piropo terrorista. Por suerte eso es algo que se cura con la edad y me pasa cada vez menos.

P. Ha contado muchas veces que el gusto por la lectura viene por su padre, que es quien les leía cuando eran pequeños y es autor de una frase que dice algo así como: “Después de Shakespeare y Cervantes no hay nada que añadir”. ¿Escribir fue para usted una forma de rebelarse? ¿Cómo lo recibió su entorno?

R. Siempre digo que le debo mucho más a mis defectos que a mis virtudes. Yo era una niña extraordinariamente fea que encima pertenecía a una familia de guapos. Iba por la calle con mis hermanas y a ellas todo el rato les decían: “Qué pelo tan ideal tiene Mercedes, qué ojos tan divinos tiene Dolores”. Después venía un pequeño silencio y decían: “La mayor es muy alta”.

Así que me iba a mi cuarto y escribía un diario lacrimógeno, que fueron mis inicios en el mundo de la literatura. Por eso si no hubiera sido esa niña tan fea y acomplejada, ahora tú y yo no estaríamos hablando. Si uno sabe capitalizar los defectos puede llegar muy lejos. Haces cosas que de otro modo no harías.

Otro ejemplo: cuando estaba escribiendo el libro que fue Premio Planeta, ya había publicado mucho para niños e incluso ya había recibido premios de literatura infantil, pero no me tomaban en serio. Tenía un amigo escritor que me miraba por encima del hombro, todo el tiempo me basureaba, así que utilicé su actitud y escribí en una cartulina una frase de ‘My fair lady’: “Espera y verás, señor Higgings”, pero con su nombre. Me la pegué aquí atrás y escribí esa novela, la del Planeta, con ella puesta. Me vino muy bien, porque los estímulos negativos tienen mucha más fuerza que los positivos.

P. ¿Ha vuelto a saber del señor Higgins?

R. ¡Claro! Digamos que ahora estamos muy igualados. (Risas).

P. En su página web hay episodios fascinantes. Me gusta especialmente ese en el que dice que entre 1972 y 1975 es usted “esposa perfecta, cocinera ideal. Magnífico su boeuf Strogonoff e ideales sus postres”. Hábleme de esa Carmen, por favor.

R. Verás, casi todo en la vida lo he hecho al revés. La gente normalmente estudia, luego trabaja y después se casa. Yo me casé a los 19 años y a los veintipocos ya tenía dos niñas en la guardería. Me dije: “Bueno, Carmencita, qué vas a hacer el resto de tu vida. ¿Te vas a dedicar a hacer postres o te gustaría hacer otra cosa?”. Como no había ido a la universidad me sentía muy en inferioridad de condiciones, y al hablar inglés y francés perfectamente podría haber sido secretaria de dirección, pero francamente no era mi objetivo.

Eché un vistazo a los anuncios clasificados del periódico y el primero que vi fue uno que decía: “Hágase rico plantando champiñones”. Como tenía una casa con jardín pensé que podía conseguirlo. Me llegó a casa un kit con unas palitas y muchas semillas que me costó una fortuna, por cierto. Empecé a plantarlos todos con tan mala suerte que murieron todos, así que ahí acabó mi carrera como agricultora. Seguí mirando y vi otro anuncio que decía: “Soy escritora argentina y doy clases de escritura creativa”. Te hablo del año 79, cuando no había nada de ese estilo. Me apunté y así empezó todo. Mi carrera es muy errática. No puedo presumir de haber ido a la universidad, soy autodidacta y lo he hecho todo a contrapelo.

P. Fíjese que ahora tiene hasta una cátedra en la universidad con su nombre.

R. Son esas cosas que te impresionan mucho. También me he enterado de que tengo una calle en Rivas Vaciamadrid, cerca de la de Javier Marías. Me hace mucha ilusión, por supuesto.

P. Cuando se casó con su segundo marido, Mariano Rubio (fue gobernador del Banco de España), usted ya sabía lo que era escribir y vender libros. ¿Cómo era lo de que la consideraran “señora de”?

R. Cuando me casé con Mariano todo lo que había conseguido (mis premios, las traducciones de mis libros a cinco idiomas) desapareció. Me acuerdo de que me hizo una entrevista Michi Panero para ‘Diario 16’, y como era muy ‘gauche divine’ me miraba un poco por encima del hombro. Me preguntó: “Oye, Carmen, tú que vas a tantos cócteles, ¿cuándo escribes?”. Porque si se trata de ir a cócteles yo creo que Truman Capote y Proust fueron a más que yo. Pero sé muy bien lo que me estaba diciendo, que por qué no me dedicaba a jugar al golf o al bridge. He tenido que luchar mucho contra ese estereotipo y también con que dijeran que todo era gracias a Mariano.

Hubo una cosa que me chifló de esa época. Escribí un libro que se llamaba ‘Mi hermano Salvador y otras mentiras’ (Seix Barral) que tuvo buenas críticas, pero siempre estaba la duda de si lo habría escrito yo de verdad o no. Lejos de enfadarme me lo tomé muy bien porque era como decir: no podemos afirmar que escribe mal, debe ser que escribe otro. No me importó porque tuve un matrimonio muy feliz. Si ese era el precio, que dijeran que tenía un negro, pues ya está.

P. ¿Le gustaba ese tipo de fama, de popularidad?

R. Lo llevaba mal. Eso de salir de casa y que hubiera una nube de fotógrafos, ir a buscar a las niñas al colegio y que también estuvieran… fue hasta tal punto que me dio una especie de insomnio irredento que me dura hasta ahora. Estar en el ojo público para mí era un martirio. Todos los escritores somos exhibicionistas, porque escribir es hacer un estriptis, todas tus miserias a la vista de todo el mundo, pero no es lo mismo eso que convertirte en carne de paparazzi.

Permítame que nos centremos en el libro ‘Hoy caviar, mañana sardinas’ (Espasa), escrito junto con su hermano Gervasio. Esta novela es una excusa perfecta para hablar de su familia, esa familia de diplomáticos que hacía magia con lo que había en casa.

Vengo de Uruguay, que es un país con un presupuesto limitado, pero mi madre siempre decía que todo tiene el valor que tú le quieras dar. Era una artista y lo disfrazaba todo. Su familia, que había sido multimillonaria, se había arruinado por completo, y llegó a ir a un baile con un vestido hecho con una cortina, como Scarlett O’Hara. Así que cuando llegamos a España, mi madre era ya una experta en vender humo. Hacía recetas con apariencia carísima pero en el fondo aquello valía dos duros.

Había dos platos estrella. El pastel de falsa langosta, que no tiene una sola brizna de langosta. Ponía rape y para tener ese color sonrosado echaba zanahoria rallada gruesa. Quedaba maravilloso, porque lo presentaba con una carcasa de langosta rampante puesta encima, y todo el mundo se quedaba desmayado. Después tenía otro plato muy barato pero muy lucido que era un soufflé de queso pero que lo presentaba con un nido de caramelo por encima y un pajarito de porcelana. Es que, como decía ella, la gente come más por los ojos que por la boca.

P. Me han hablado de un hornillo en el Hotel Ritz…

R. Cuando vinimos a España vivimos seis meses en el Ritz mientras nos preparaban la residencia. Al principio comíamos y cenábamos allí pero mi madre dijo que eso no podía ser, que aquello era un gasto desorbitante, así que a la hora de comer íbamos a un restaurante muy cercano que se llamaba El buffet italiano al que curiosamente iba Vargas Llosa todos los días. Para las noches compraron un camping gas y una olla y hacíamos nuestras cosas en aquella habitación: tortillas, un risotto. Nunca nos pillaron, afortunadamente.

P. Eso ya ha prescrito, no se preocupe. He hablado con varias personas que la conocen y me cuentan varias cosas de usted. ¿Es verdad que es muy solitaria?

R. Lo soy, claramente. Me siento muy cómoda ahí.

P. Educada en la contención de los afectos.

R. Exacto. Uno no llora, uno no se queja. Tampoco soy de achucharme.

P. También dicen que es muy trabajadora.

R. Me encanta esto pero es falso. ¡Soy la persona más haragana del mundo! Llevo toda mi vida luchando contra la pereza, pero una vez más, mis defectos han sido mis virtudes. Yo por mí me tiraría en ese sofá con un libro y amanecería tan campante, sin culpa alguna.

Pero odio la pereza, entre otras cosas porque mi primer marido lo era y aquello era espantoso, y lucho mucho contra ella. Todas las mañanas, sin falta, me tengo que poner una pistola en la sien para levantarme en la cama, otra para sentarme a escribir… y así todo.

P. Hay otro libro suyo cuya historia me fascina: ‘La leyenda de la Peregrina’. ¿Qué tiene esa perla y por qué se animó a escribir sobre ella?

R. Al morir mi madre apareció un anillo suyo con un zafiro. Siempre contaba que su abuela lo había tenido como un broche y que su bisabuela lo tenía como un colgante. Iba cambiando de manos y de forma pero siempre era la misma piedra.

Cuando se muere alguien siempre te quedan un montón de preguntas pendientes y me dije: si las piedras hablaran… Primero pensé en escribir un libro sobre ese zafiro pero no me daba para mucho, así que busqué otra joya y vi que la Peregrina llevaba años guiñándome el ojo y no me daba ni cuenta. Iba a El Prado y la veía en personajes de Felipe III, Felipe IV y Felipe V, estaba por todos lados. Lees El Quijote y habla de ella, también aparece en El Conde de Montecristo… así que me puse a investigar y vi la andadura que tenía tan increíble. Desde que un esclavo la pescó en Panamá y se la regalaron a Felipe II fue dando tumbos con asesinatos de por medio, incendios, expolios… y llegó al escote más famoso del mundo que es el de Elisabeth Taylor. Ese viaje me servía para contar cómo ha cambiado el mundo en esos siglos.

P. ¿Quién tiene ahora esa joya?

R. Me estropearon el final de la novela con ese asunto. Al morir Elisabeth Taylor se vendió en subasta por 12 millones de dólares y estuve preguntando a los de Christie’s, pero fue una compra discreta y no me dieron el nombre. Solo me dijeron que fue alguien de Oriente Próximo. Yo me pregunto quién se compra algo tan monstruosamente caro para tenerlo guardado, pero luego me he enterado de que es algo bastante común en los países árabes. Allí están ‘Los girasoles’ de Van Gogh y ‘Salvator Mundi’, de Leonardo Da Vinci. Lo que estoy segura es de que tarde o temprano la Peregrina aparecerá.

P. ¿La actualidad le inspira para escribir una novela?

R. Como escribo cada semana en el XL Semanal, ahí cuento lo que veo. Me gusta mucho porque me he vuelto terrorista total, ahí estoy sin filtro. Vivimos en la tiranía de lo políticamente correcto, que es la peor forma que existe. Es preferible que te quemen en la hoguera que la censura a la que nos sometemos todos cada día. Como tengo esta columna y además soy mujer, tengo la patente de corso para decir lo que los hombres no pueden. Cuando veo estupideces de otras mujeres lo digo con todas las letras, porque juega en contra de nosotras.

P. ¿Por ejemplo?

R. Cuando se recurre a argumentos totalmente imbéciles para apoyar la causa feminista, esta se nos vuelve en contra. Por ejemplo, ¿en qué nos beneficia que se hayan gastado una fortuna cambiando los semáforos en Madrid de modo que en vez de que haya un señor haya dos señoras con una faldita porque eso es más igualitario? ¿En qué nos beneficia que en la universidad de Granada propugnen que van a cambiar el nombre a los meses y enero va a ser enera? ¿Nos ayuda en algo? La propuesta es tan imbécil que la gente piensa que las mujeres se han vuelto locas. Ese tipo de cosas me divierte mucho denunciarlas.

P. ¿Se considera feminista?

R. Me considero postfeminista. Creo que hay muchas batallas por ganar. Las mujeres en el tercer mundo están prácticamente igual que siempre y en algunos sitios hay retrocesos, como el caso del velo. En el primer mundo hay mucho por hacer, porque casi todos los autores que más venden son autoras, son mujeres. Empezando por JK Rowling y E.L. James, pero no tienen la misma presencia en las instituciones, en las academias, etcétera. Eso sí, no creo en el victimismo y no quiero que me traten como una especie protegida.

P. ¿Usted qué opina de los que dicen que vender muchos libros es una ordinariez?

R. Es un prejuicio fomentado por los que venden poco. Son tan superferolíticos que solo les entienden los eruditos. Aunque es mentira eso de que si vendes mucho es porque eres bueno. Lo que sí me gustaría es que la gente sepa diferenciar. Me gusta comerme una hamburguesa chorreante de kétchup, pero no lo comparo con un blinis de caviar. Me encantan las dos cosas, pero son distintas.

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