Parole, parole, parole

«La hipocresía es el homenaje que el vicio rinde a la virtud», escribió François de la Rochefoucauld (y Oscar Wilde le pirateó la idea años más tarde; pero de plagios literarios ya hablaremos otro día). Quienquiera sea el autor, la frase siempre me ha parecido acertada e, incluso, alguna vez he escrito un artículo para defender las bondades de una cierta hipocresía, como la social, por ejemplo, que suaviza las relaciones entre las personas. Porque imagínense los pifostios que se organizarían si todos fuéramos por ahí diciendo lo que realmente pensamos del prójimo. Sin embargo, hoy quiero hablarles de otra forma de hipocresía mucho más fea y habitual en estos tiempos que, además, en Navidad se vuelve plaga. Me refiero a ese bla bla posmoderno que consiste en confundir gestos y bonitas palabras con hechos.

Si en la Historia ha habido siempre hipócritas que iban pregonando su generosidad, bondad, caridad, etcétera mientras sus actos ‘decían’ otras cosas, hoy, en la era de los mass media, parece como si el trompetear tales virtudes fuera a convertir al trompetero automáticamente en virtuoso. Lo mismo ocurre con los gestos. Fotografían, por ejemplo, al tontaina de Stefano Casiraghi dando de comer a unos niños en África y a eso lo llaman «un acto solidario». Aparecen diez famosas maquilladas para aparentar que tienen la cara tumefacta y un ojo hinchado y el pie de foto reza: «Fulanita y Menganita se fotografían contra la violencia machista». Luego, cuando los entrevistan, muy convencidos ellos, proclaman que están haciendo algo por las causas que defienden. ¿Acaso han pasado seis meses en Darfur ayudando en un campo de refugiados o se han entrevistado con mujeres maltratadas para darles ánimo y apoyarlas? No, sólo se han sacado unas fotos divinos de la muerte, eso sí, ad maiorem gloriam sui.

Y lo más asombroso del caso es que, las veces que he escrito algún artículo para reírme de estos solidarios a la violeta, he recibido multitud de correos afeando mi conducta. ¿Cómo se me ocurre cuestionar la solidaridad de tal famosín o famosuela?, preguntan esas personas, indignadas. ¿No he reparado yo en la cara de sufrimiento que muestran en la foto mientras reparten sopa a los pobres? ¿Soy, acaso, insensible a las bellas palabras o a las lágrimas que derrama Fulano o Mengana en tal programa de la tele? Pues sí, qué quieren que les diga, soy completamente insensible a eso, porque una cosa es dar trigo y otra, predicar (o hacerse la foto). Vivimos en la era de la imagen y estamos tan sugestionados por ella que hemos llegado a creer eso de que una imagen vale más que mil palabras. Más que mil palabras y más que mil evidencias en contra. A esta creencia ayuda, por cierto, una panda de mentecatos que todos los días se dedican a ‘analizar’ lo que vemos en las fotos o en la tele. Así, estos individuos se hacen ricos explicándonos a nosotros, tontos espectadores, qué sienten o piensan personajes de toda índole.

Muestran una foto de Sarkozy sonriendo a una señorita y dictaminan: «El presidente vuelve a ser feliz tras su divorcio». O una de Bush con la mano en la frente y la mirada baja y sentencian: «Bush se siente acabado» (ojalá, pero no caerá esa breva). Los que hacen estos análisis tan simplones y los que se dejan convencer por ellos parecen ignorar algo muy evidente. No hay nada más fácil que falsear una imagen. Por experiencia propia puedo asegurarles que yo nunca he estado tan risueña como cuando tenía detrás toda una cohorte de paparazzi prestos a inmortalizar mi dolor. Y eso de que la cara es el espejo del alma puede que sea cierto, pero sólo cuando uno está desprevenido, porque desde la cuna todos aprendemos a fingir, a despistar y, en último término, a mentir con nuestra expresión. Por eso, yo no me fío de los gestos ni de las fotos y mucho menos de las bonitas palabras. Para mí, el buenrollismo de muchos no es más que eso que cantaba Mina: Parole, parole, parole. Esperemos que la Navidad, tan propensa a atiborrarnos de ellas, no nos empache demasiado.

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