Pensar con el estómago
Esta semana, aprovechando que estamos en fiesta, me voy a colgar una medallita. Hace unos meses en estas Pequeñas infamias compartí con ustedes una intuición –y nunca mejor dicho que en ese caso– que recientes investigaciones estadounidenses acaban de corroborar. Mi intuición era que, en un mundo en el que todos creemos que existen modos habituales de tomar decisiones, hacer caso a los impulsos del corazón o, por el contrario, a lo que dicta la cabeza, resulta que uno y otra fallan más que una escopeta de feria. En cambio las decisiones que se toman atendiendo a otra víscera mucho menos glamurosa, y a la que desde luego ningún poeta ha dedicado ni una mísera línea, son más acertadas. Hablo del estómago, las entrañas, que es donde todos situamos la intuición, las decisiones más irracionales. Ahí va un ejemplo. Conoce uno a un hombre o mujer sensacional. Las hormonas se revolucionan, los pulsos laten locos y cada vez que él o ella nos mira nos sube la bilirrubina. Acto seguido, siguiendo los dictados del corazón, uno diagnostica que ha encontrado a su media naranja, se abandona al delirio y salga el sol por Antequera. Y lo curioso del caso es que lo hace así varias veces a lo largo de la vida, a pesar de que no hay más que mirar el currículum sentimental de cualquiera para darse cuenta de que todos tenemos un impresentable, un tonto, o incluso un canalla elegido gracias a esta víscera que seguimos creyendo infalible. Lo mismo pasa con las decisiones que se toman con la cabeza. “Fulano es el hombre perfecto para mí” –dice una sensatamente–; “tiene tantas virtudes, es trabajador, bueno, le gustan los niños y, sobre todo, me adora”. Y va una y se embarca en esta tan conveniente relación solo para descubrir que la cabeza se equivoca tanto o más que el cuore. Existe en cambio una prueba del nueve para saber si una relación amorosa (o profesional, o de amistad, o una decisión cualquiera) tiene futuro. Consiste en preguntárselo a las tripas. Sí, no se rían, no lo digo yo, sino científicos que han estudiado a más de un centenar de parejas a lo largo de varios años. Según ha podido observarse en esta prueba, los sentimientos conscientes y explícitos, los que un sujeto reconoce abiertamente y están dictados bien por lo que piensa (la cabeza) bien por lo que siente (el corazón) suelen estar desencaminados. Lo están porque el homo sapiens, a diferencia de los animales, que se dejan guiar solo por su instinto, oculta y falsea sus emociones incluso ante sí mismo para que estén más acorde con lo que la sociedad (o los allegados o incluso él mismo) consideran aceptables o deseables. Para descubrir cómo funciona este fenómeno se estudió a 135 parejas desde el principio de su relación hasta cuatro años después. Se las sometió a una batería de pruebas destinadas a averiguar qué pensaban, sentían e intuían y se llegó a la conclusión de que los sentimientos ocultos y primitivos eran los más acertados a la hora de adivinar en qué iba a devenir dicha relación. Descubrieron así que tanto hombres como mujeres se engañan, ocultan sus verdaderas emociones a los demás y también a sí mismos. Existen, por el contrario, otros sentimientos que uno tiene aunque no le gusten, aunque los rechace. Se conocen como “sentimientos automáticos” pues están disociados del raciocinio y también de las pulsiones emotivas. Estos sentimientos, los que uno tiene aunque no le convenga tener, son infalibles a la hora de saber si una relación –o una decisión de cualquier índole– tiene posibilidades de prosperar. Son sensaciones que se producen en la frontera misma de la conciencia y se consideran el resultado de, ni más ni menos, millones de años de evolución, de ensayo-error, de sabiduría inconsciente. Por eso yo hoy, con el permiso de todos ustedes, pienso colgarme la medallita de la que les hablaba al principio puesto que, sin saber nada de todo esto, escribí hace unos meses un artículo hablando del asunto. ¿Basándome en qué? En la intuición, naturalmente. Y puesto que al parecer acerté, he decidido hacerle más caso a mi estómago a partir de ahora. A ver si meto menos la pata en el 2014.