Llámenme vieja si quieren, pero no soporto el ruido. Y aún menos a las personas ruidosas, lo que según los cánones actuales me convierte, supongo, en un ser torvo, poco cool y enrollado, casi en una peligrosa sociópata. Antes, no hace tanto, hablar en voz moderada en un sitio público era sinónimo de educación, ahora lo es de bodrio, ñoco, o aburrimiento supino. Porque en estos tiempos los importante no es divertirse sino parecer que está uno divirtiéndose horrores. Y para eso hay que sobreactuar, gritar y desternillarse de risa hasta de lo más idiota. “…Ah, que acabas de llegar, jajajaja, qué cojonudo, de puta madre, jajajaja. ¿Pedimos una de jamón y dos de bravas para compartir? Joder, joder, qué fucking caliente están, jajajaja, casi me abraso hasta el coño, jajajaja, pásame una birrita, ¿quieres? No crean que me he inventado este diálogo, es transcripción exacta del que oí (cómo no oírlo con lo que chillaban) hace un par de días. Tengo observado además que intercalar lo que uno dice con un taco cada dos palabras también es una forma de divertirse muchísimo. Suelta uno ¡culo! y todo el mundo se troncha. Y cuantas más palabrotas enhebre uno, mejor, porque los tacos crean camaradería, afinidad, son la lengua franca del momento y si uno no habla así es un pringao. Todo esto, obviamente, cuando la gente puede en efecto hablar, porque la invasión del ruido, bulla y bochinche es tal que hay lugares y situaciones en las que es imposible tener una conversación. El caso más obvio son las discotecas, en las que desde hace lustros nadie se dirige la palabra a menos que quiera coger una faringitis desgañitándose para comunicar cosas tan elementales como “Hola, ¿cómo te llamas?” o “¿Quieres un mojito?”. Pero el don del habla corre peligro de extinción también en otros muchos lugares como cafeterías, terrazas y restoranes. Se acabaron para siempre esos locales en los que al conjuro de la luz de las velas y un buen vino se podía tener una conversación y enamorar a alguien con la palabra. Ahora hasta los establecimientos más íntimos, convencionales o caros tienen eso que llaman música ambiental, que no está compuesta de canciones reposadas, baladas suaves ni mucho menos música de Mozart o Haydn, sino de un especie de bacalao frenético que repite hasta la náusea no ya una estrofa sino un mismo y machacón compás que se le enquista a uno en profundo de las entendederas hasta quedar entre sofronizado y turulato. ¿Y qué decir de la música de los supermercados o las de las tiendas de modas? El otro día me enteré de que en los primeros hacen que la presunta música sea más frenética cuando hay mucho público para que la gente vaya más de prisa y llene antes los carritos de la compra, y más modulada cuando el público es escaso de modo que mire a su alrededor y así se sienta tentado por el contenido de cada isleta, de cada góndola. Tengo entendido que este original baile de San Vito además va acompañado de una segunda y muy sutil inducción que en este caso tiene que ver con otro de nuestros sentidos, el del olfato. Así, por ejemplo, la zona de panadería se ve inundada, y no precisamente de modo natural, de un delicioso olor a pan recién horneado que, además de incitarnos a comprar de inmediato media docena de bollos y un par de cruasanes, envía a nuestras cándidas meninges el mensaje de que aquel es un establecimiento casero, familiar. Pero de cómo nos manejan por la nariz hablaremos otro día; volvamos ahora al asunto del ruido. Si yo creyera en teorías conspirativas pensaría que esta universal invasión del ruido no es casual. Que alguna perversa institución de ricachones internacionales, o los masones, o los rusos, o los norcoreanos se han propuesto idiotizarnos con este método y licuarnos la sesera. Pero como no creo en ellas no me queda más remedio que maravillarme de esta especie de voluntaria involución de nuestra especie. En el principio era el verbo, dice la Biblia, pero todos sabemos que no. Antes de la palabra fue el ruido, la confusión, el caos. Y por lo que se ve estamos volviendo a ellos. Qué miedo.
Yo tb debo ser muy mayor desde hace tiempo. No soporto el ruido y es verdad que cada vez hay más. Totalmente de acuerdo con el artículo, estamos volviendo atrás en demasiadas cosas, y ya lo que faltaba, que fuéramos perdiendo la palabra pq además yo he notado tristemente, que últimamente el vocabulario de las personas cada vez es menor. Yo tb siento miedo
Artículo tras artículo, me siento tan identificada con sus opiniones, con sus filias y sus fobias que no dudo de que si nuestras vidas se hubieran cruzado de forma que nos hubiéramos conocido, podríamos haber llegado a ser amigas. Como eso no ha ocurrido, sólo me queda esperar al próximo newsletter para ver en qué otra cuestión vamos a coincidir de pleno. Gracias por hacerme sentir más “normal”.
Yo soy incapaz de mantener una conversación en un local lleno. Un saludo
Llevo un tiempo pensando que el verbo “follar” es el más infame de los tacos.
Admirada Carmen,maestra del lenguaje ¿conoces alguna palabra que exprese el placer,la alegría,la emoción de un orgasmo sideral del que no se puede aterrizar sino cantando a pleno pulmón el Aleluya de Handel.?
Durante primavera y verano, vivo en una furgoneta en zonas de campo casi deshabitadas…Y durante otoño e invierno, alquilo un apartamento en la costa en el sitio mas solitario posible.
Y todo porque no soporto tantisimo ruido y tantisima imbecilidad social.
Con esta forma de vivir extraña, puede que que algun dia me muera en algun sitio y nadie vuelva a saber nada de mi.
….No me importa….. estar muerto es siempre mejor que vivir con ruido.
Un saludo, Carmen.