«Se conocen menos espías mujeres porque son muy buenas»
Los secretos y silencios de ‘Licencia para espiar‘, de Carmen Posadas, abren la tertulia ‘Más allá de las historias‘ de la Escuela Ethos de THE OBJECTIVE.
Carmen Posadas espía desde que tiene recuerdos. Su pasión por observar, por imaginar secretos, se desarrolló después en forma de literatura, pero le debía algo a quienes se dedican al espionaje en el sentido literal, en las sombras, aquilatando información siempre el amparo de un silencio que se termina convirtiendo en un alto precio. Ella no tiene que callar y por eso ha escrito el libro Licencia para espiar (Espasa), cuyo comentario abrió el pasado 25 de enero la tertulia literaria «Más allá de las historias», una iniciativa de José María Beneyto que se integra en la Escuela Ethos de THE OBJECTIVE. El ambiente familiar y cercano de los encuentros con primeras espadas de la escritura que hasta ahora se celebraban en el hogar de Beneyto se ha trasladado a nuestra sede de la Calle Villanueva 13, donde aprovechamos para entrevistar a la autora.
Hija de diplomático, Carmen Posadas vivió hasta los 12 años en Uruguay y recorrió el mundo hasta establecerse en España, donde contrajo matrimonio con Rafael Ruiz de Cueto, primero, y Mariano Rubio, gobernador del Banco de España entre 1984 y 1992, después. En 1985 adquirió la doble nacionalidad uruguaya y española. Su carrera literaria había comenzado un lustro antes, y alcanzó la consagración con el Premio Planeta en 1998.
Habitual de los salones importantes de nuestro país, se muestra encantada de estrenar la nueva etapa de la tertulia de Beneyto: «Conozco a José María desde hace mucho tiempo y ya hemos coincidido en cuatro o cinco ocasiones en este mismo formato, de charla distendida y en profundidad. Siempre ha resultado muy interesante. Es un hombre muy culto y, al ser escritor, le saca mucho partido a los libros. Además, acabamos hablando de cosas de las que normalmente no se trata…».
Licencia para espiar es una peculiar historia del espionaje femenino, una original mezcla de ensayo y ficción con bloques históricos que explican las especificidades del fenómeno en diferentes épocas. Primero de forma teórica y después ilustrada con la historia ficcionalizadade un caso concreto. Llega en un momento de madurez, justo un cuarto de siglo después del Planeta que supuso un punto de inflexión en su carrera. La novela premiada entonces, Pequeñas infamias, trata precisamente de las consecuencias de desvelar ciertas cosas que, quizá, no deberían saberse nunca.
En esa línea, Licencia para espiar muestra cómo el valor y el peligro de los secretos vertebran esa tramoya detrás del escenario con la que una espía le comparó el espionaje a la autora. «Yo creo que hay una gran confusión con esto de la verdad. A mí no me parece un valor absoluto: a veces es mejor callarse o incluso mentir, y hay verdades que no deberían conocerse. Eso los espías lo tienen muy claro».
El libro concluye con una entrevista a una espía real que acaba de jubilarse. La autora le preguntó por el precio de desempeñar una profesión tan apasionante. «El silencio, me dijo. Hay una parte de tu vida que no puedes comentar con absolutamente nadie, y la mayoría de tus amigos piensan que eres una persona sumamente aburrida».
Ese juego de silencios y verdades al filo se desarrolla en los salones del poder, que Posadas conoce bien. «El mundo del espionaje tiene una parte muy oscura, muy burocrática, con gente delante de una pantalla horas y horas o escuchando conversaciones interminables. Todo eso es aburridísimo. No se puede contar en un libro, así que decidí centrarme en la guinda del pastel, la espuma del suflé, y hablar de espías que han tenido relevancia en la historia y, en muchos casos, en la literatura».
Sin embargo, el libro se abre con un tono muy personal, con el que la autora cuenta su temprano enamoramiento de la materia. «Siempre me he considerado una espía porque era una niña extratímida, de esas que cuando la gente la mira se tira encima la Coca-Cola, de tan pava. Eso me ha llevado a ser más una observadora que una participante». Tanto es así, que sus primeros recuerdos la encuentran agarrada a los barrotes de la escalera de su casa en Montevideo: «Mis padres organizaban fiestas sin parar, y yo tenía una vista panorámica de todo lo que pasaba en ellas: me dedicaba a mirar cómo actuaban el uno y el otro. Cuando eres un observador ajeno, además, reparas en cantidad de cosas que te pasan desapercibidas como participante». ¿Por qué no ejerció como espía literal? «Imposible, me temblarían las rodillas. No tengo el temple que se requiere».
Antes de centrarse en las espías profesionales, el libro aún se demora un poco más en la experiencia de la autora. «A mi padre lo destinaron un año a la embajada en Moscú en los años 70. Allí pude ver a muchos espías en acción, porque no se tomaban la molestia de disimular, todo el mundo sabía que lo eran». Frente a la sofisticación esperada de la profesión, el espionaje toma en estas páginas, maravillosas, quizá las mejores del libro, un aire chapucero y casi tierno por lo doméstico. «Todos sabíamos perfectamente que la cocinera que fingía no hablar una sola palabra de español, lo hacía como tú y como yo. E incluso había un señor que supuestamente se dedicaba solo a quitar la nieve del techo de la embajada. ¿Y qué hacía el resto del día? ¿Y en verano? Era el que ponía los micrófonos».
Posadas aún se pregunta «qué secretos pensaban obtener de la embajada de Uruguay. Era lógico que llenaran de micrófonos las de Estados Unidos o Inglaterra, pero la nuestra…». En realidad, se trataba más de una rutina propia de aquella Unión Soviética burocrática y, tan ineficiente, que Posadas las asimila más a «Anacleto que a James Bond. A veces el sonido de los micrófonos se invertía y la familia podía escuchar las discusiones de los espías o la música que estaban escuchando. Les encantaba la ópera».
El espionaje ruso vuelve a estar de moda, desgraciadamente. «Putin es KGB. Y se le nota bastante. Es curioso que se metiera en Ucrania cometiendo un gravísimo error, cuando, evidentemente, mandaría antes sus espías. Mi impresión es que le ha pasado algo parecido a lo que le ocurrió a Stalin en los últimos días de su vida, cuando el terror que había creado a su alrededor hizo que nadie se atreviera a abrir la puerta detrás de la que agonizaba. Salvando las distancias, Putin inspira tal miedo entre sus informantes, que le dicen solo lo que quiere oír».
Otro caso paralelo es de Julio César, descrito en el Licencia para espiar. «Era un devoto del espionaje. Disponía de una cohorte de espías –españoles, por cierto, al parecer eran los mejores– que le aconsejaron no ir al Senado en el día que lo mataron. La arrogancia le hizo seguir adelante. La anulación de inteligencia por la soberbia se repite mucho en la historia».
La estructura del libro propicia epifanías como esta con su carácter híbrido, que parte de muchas lecturas, algunas de ellas de un rigor más bien plúmbeo, dirigidas por una ambición: «Quería escribir una historia del espionaje, que viene a ser la historia de la humanidad. Uno de los libros con los que me documenté sostiene que se trata de la profesión más antigua del mundo, más aún que la que tenemos por tal. Es lógico. El ser humano siempre ha necesitado información, saber es poder». Pero, para evitar «un tocho de mil páginas», decidió acotar.
Para empezar, solo mujeres. «Además de ayudarme a acotar un poco el terreno, opté por ellas porque son más desconocidas. Y creo que porque eran muy buenas espías. Una de las cualidades más importantes de esta profesión es que nunca se sepa que la ejerces». Precisamente, la gran excepción a esa tendencia la hizo dudar ante el personaje de Mata Hari: «Todos esos tratados tan rigurosos sobre el espionaje que me leí ni la mencionan, pero si le preguntas a cualquiera por una espía, la primera que sale es ella… pese a ser muy mala como espía: la descubrieron como espía alemana y como doble espía para los franceses». La explicación está en la fama previa de Mata Hari en el mundo del espectáculo: «Es como si nos enteráramos de repente que Madonna es una espía. Además, los franceses la sacrificaron para dar un golpe de efecto».
Mata Hari no podía faltar. Pero Posadas ha incluido espías que sorprenderán al lector poco avisado. Por ejemplo, la primera protagonista, Rahab la Larga, se remonta nada menos que al Antiguo Testamento. «Todos los libros coinciden en que la primera misión de espionaje documentada en el mundo occidental es el envío por Moisés de 12 espías a recopilar información sobre la Tierra Prometida. Un fracaso: cada uno dijo una cosa diferente y no sirvió de nada. Entonces Yahvé, que en aquella época tenía la paciencia muy corta, se enfureció con el pueblo elegido y lo condenó a vagar 40 años por el desierto. Pasado ese tiempo, Josué volvió a mandar espías, esta vez solo dos y juntos. Ahí entra en acción Rahab, que el Mossad [los actuales servicios secretos israelíes] tienen como emblema».
Otro caso exótico, el de las comedoras de veneno de la India, pone en el foco un concepto clave en la materia: el sexpionaje. «El sexo y el espionaje están muy unidos. Hay muchos ejemplos de la forma en que se usa el propio cuerpo como herramienta de trabajo. Se calcula, por ejemplo, que China obtiene el 70% de su información de Estados Unidos a través del sexpionaje…».
¿Cómo se puede leer esto en tiempos del Me Too? Después de la entrevista, en el turno de preguntas tras la tertulia en la Escuela Ethos, uno de los asistentes comentó la noticia del día: ocho mujeres de la izquierda independentista catalana lamentaban haberse acostado con un policía infiltrado. La información, compartida por unos contertulios más que interesantes, resultó ciertamente jugosa. Aunque, por supuesto, no se dijo todo. Al final, siempre queda el silencio.
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