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Si, pero.

Soy adicta a la radio. Lo primero que hago por la mañana, cuando apenas he abierto un ojo, es ponerla. Me sirve para recibir información instantánea de lo que está pasando, pero sobre todo me conecta con realidades que no son las mías y que de otro modo jamás llegaría a conocer. También aprendo mucho, casi tanto como con los libros, mi otro vicio irredento. Fue gracias a la radio que empecé a vislumbrar una de esas situaciones paradójicas que tanto me gusta comentar con ustedes en estas Pequeñas Infamias.
No recuerdo su nombre. Solo sé que se trataba de un médico español que trabaja en los Estados Unidos y que hablaba sobre cómo afrontar la noticia de sufrir uno (o alguien muy querido) una enfermedad incurable. El locutor, haciéndose eco de lo que vemos y oímos a diario, hablaba de la importancia de un actitud positiva y del papel fundamental del optimismo. “Es básico ¿verdad doctor? Ve uno cada vez más ejemplos de gente que lucha que sin perder la esperanza, que se comporta con una valentía admirable”. “En efecto” –respondió el doctor–, “la actitud es importante, y una persona positiva tiene muchos puntos a su favor, pero desde aquí quiero lanzar un ruego: no estigmaticemos a aquellos que no consiguen vivir su enfermedad con los aspavientos de un cheerleader”. Dijo la palabra en inglés y su traducción nunca es afortunada. Se refiere a esos animadores –animadoras por lo general– de ciertos deportes que bailan y se contornean agitando pompones de colores o bastones de majorettes. En seguida entendí a qué se refería. Hoy cualquiera que sufre un revés de fortuna relacionado con la salud, un cáncer por ejemplo, o el nacimiento de un hijo con alguna malformación o enfermedad rara, de inmediato tiene que dar testimonio de su admirable forma de enfrentar la adversidad. “Es lo mejor que me ha pasado” –confiesa la madre de un hijo con parálisis cerebral–. “Juan es la alegría de la casa, no cambio mi vida por la de nadie”. “Tener cáncer me ha hecho mejor persona, más fuerte, más alegre” –declaran otros. Todo un ejemplo, una actitud sin duda admirable. Inteligente incluso, porque así como existe el efecto placebo, que, por ejemplo, hace creer a alguien que una píldora que no es más que azúcar puede curarle y en efecto se cura, existe también el efecto nocebo. Por él, una persona que se piense enferma aún sin estarlo, tiene muchas papeletas para enfermar de verdad. El cerebro es así de eficaz, se convence de una cosa ya sea buena o mala y hace que suceda… Dicho esto, todos los médicos están de acuerdo en que, por mucha voluntad que se ponga, por mucha fe y mucho positivismo que se derroche, hay cosas que no se curan. No lo digo para aguarle la fiesta a los optimistas irredentos sino porque me gustaría hablarles de un efecto colateral de tan indesmayable virtud, uno que muchos sufren en silencio y del que rara vez se habla. “Cuando me enteré de que tenía leucemia no podía parar de llorar. Entré en los foros de personas afectadas. Todos parecían tan animosos, tan abnegados, tan felices ¿Por qué yo no podía ser como ellos?” Esta es la trascripción de uno de los testimonios de los que aquel doctor se hizo eco en la radio antes de explicar que, muchas veces, es un arma de doble filo hacer ver a los enfermos o a sus familiares que el resto de los que están en su misma situación lo llevan estupendamente cuando a ellos se les viene el mundo encima. Lo es porque, por un lado les ayuda a desdramatizar su situación, pero por otro los hace sentir cobardes, incapaces. Peor aún, consiguen que crean que, si no se sanan, es solo por su culpa. Es decir, además de enfermos, culpables de estarlo. Me impresionó la reflexión. Y me gustó también. Cada uno tiene su forma de enfrentarse a la adversidad y no ayuda precisamente pensar que el resto vive su misma situación encantado de la vida y como unas castañuelas (máxime cuando en no pocos casos ni siquiera es cierto). Sé que lo que digo no está de moda. En una sociedad donde las apariencias importan más que la realidad, el optimismo es una actitud a la que atribuimos todas las virtudes y superpoderes imaginables, pero resulta que en este mundo traidor, que diría el poeta, hasta las más dulces virtudes tienen sus
“sí, pero…”.

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4 Respuestas

  1. Carmen Iturrioz dice:

    Estoy totalmente de acuerdo, hay que afrontar las enfermedades con fortaleza pero no con la actitud hipócrita de que es algo maravilloso, veo compatible llorar y luchar a la vez por salir de la situación.
    Gracias por tus acertadas palabras.

  2. Alma Salinas dice:

    La fe reanima

  3. Christine Marie Kennedy Bickford dice:

    Lapsus calami: a su procreador y circunstancias. Gracias

  4. Christine Marie Kennedy Bickford dice:

    Yo tengo un hijo autista. Es hijo de un architecto de renombre y trabaja en una firma cuyos proyectos salen en vitrina en las publicaciones de prestigio por toda Europa y Norte América.
    El estuvo feliz de tenerlo hasta que a los tres años se le presentaron os síntomas de esta enfermedad “rara” . Yo soy catedratica y entonces tenia mi propio hotel de ecoturismo en la Ríviera Maya. Todo lo deje y/o perdí y han sido trece años de juicio para que su co-procreador lo machacara la justicia alemana. Y no, no es fácil . Estas circimata cias iempre traen negación de parte de muchos que no lo viven en primera persona. Gracias por hablar de ello. Un fuerte abrazo desde Guatemala.

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