Tonta carrera a ninguna parte
Leo con asombro la lista de los regalos más solicitados por jóvenes de clase media y alta que terminan el colegio o la universidad. Entre los preferidos, pocos viajes y demasiados bisturís y agujas. Adiós interrail, hola mamoplastia, hello tatoo. Otros datos y estadísticas corroboran la tendencia. España es el primer país en intervenciones estéticas en menores de 21 años y el 40 por ciento del total se realiza en pacientes que acaban de cumplir los 20. Si a esto añadimos que el 60 por ciento de los adolescentes dice estar descontento con su cuerpo ya tenemos la tormenta perfecta. Lo más paradójico de esta fiebre esteticista que es que todos proclaman adorar la vida sana –mucha comida macrobiótica por aquí, mucho running y gimnasio acullá– pero tan buenos deseos cohabitan con prácticas nada saludables. Como hormonas y/o suplementos nutricionales para alcanzar ese look de efebo de Praxíteles que tanto se lleva (a algunos se les va la mano y acaban como Hulk) o dietas milagro que prometen adelgazar diez kilos en tres semanas. El culto al cuerpo, el narcisismo, y sobre todo la resistencia a envejecer, no son exactamente una novedad. La historia y la literatura recogen multitud de sucedidos, mitos y leyendas en torno a ellos, desde la búsqueda de la fuente de la eterna juventud a pactos con el diablo, pero en tiempos exagerados como los nuestros prácticamente nadie logra sustraerse de esta loca carrera hacia ninguna parte, de esta batalla perdida de antemano porque es obvio que al final, y hasta que alguien se archiforre descubriendo cómo detener los estragos del tiempo, todos envejecemos. Por suerte el ser humano es iluso pero no idiota y paralelamente a la fiebre “juventudista” empieza a surgir una nueva y bastante redentora corriente inversa. Algunos la llaman la corriente Bellucci. Resulta que hace algo más de un año Mónica Bellucci recibió una sorprendente llamada de su agente. A sus cincuenta y un años los productores de la próxima película de James Bond la habían elegido como chica 007. “¿Nadie les ha dicho que soy cuatro años mayor que Daniel Craig? ¿Qué pinto yo en una película de James Bond? A ver si lo que quieren es que sustituya a Judy Dench´ (actriz que encarna a la jefa del MI6 británico). La posterior llamada de Sam Mendes, director de la película, acabó de despejar todas sus dudas de Mónica. “Por primera vez Bond tendrá un romance con una mujer adulta, es una idea revolucionaria”, eso le dijo. Una golondrina no hace verano pero en un mundo como el de la industria del cine en el que las actrices de más de treinta y siete años se enfrentan a serias dificultades para encontrar un papel y tienen que tunearse de arriba abajo para seguir pareciendo veinteañeras, la idea no solo es revolucionaria, es esperanzadora. Tal vez sea aún más que eso. Quizás sea también sintomática. Una débil pero creciente tendencia parece apuntar en el horizonte, encabezada por mujeres del mundo del celuloide o de la crónica social. Como la guapísima Jacqueline Bisset, o la no menos notoria Carolina de Mónaco que públicamente han reivindicado su derecho a envejecer como les dé la gana sin tener que someterse a las tiranías de quién sabe qué inmisericorde bisturí. O como Merryl Strip y Jane Fonda que, aunque han pasado por el quirófano, eligieron no metamorfosearse en alguien que no son sino sólo hacer sutiles trampas al tiempo para seguir siendo ellas mismas. Y así lo proclaman también en su forma de vestir, evitando disfrazarse de veinteañeras, huyendo de escotazos y minifadas. ¿Estaremos en el umbral de una nueva era en lo que a estética se refiere? ¿Será por fin el momento de reivindicar que puede una sentirse bien en su piel esté esta estirada o no? A mis cerca de sesenta y dos añazos sería un alivio que así fuera. No porque piense dejar de cuidarme o de hacer ciertas trampas al tiempo, sino porque me sentiría menos presionada en esa estúpida carrera hacia ninguna parte de la que antes les hablaba. Sería todo mucho más fácil si los cánones estéticos descubrieran al fin –vaya descubrimiento más obvio a la vez más obviado– que cada edad tiene su belleza y que no hay necesidad de intentar aparentar treinta para estar estupenda (o estupendo) a los cincuenta.