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Un directo al corazón

A pesar de haber nacido un viernes trece (o tal vez precisamente por eso) soy supersticiosa para algunas cosas. Creo, por ejemplo, en el conjuro de los buenos comienzos, de ahí que me guste empezar cada enero estas Pequeñas Infamiasnuestras con una noticia positiva o al menos esperanzadora. La de este año podría llamarse “Cuando Beethoven aprendió aimara” o “La novena sinfonía contra el ébola” pero se llama “Un beso para el mundo” y es una iniciativa del joven director de orquesta Íñigo Pirfano. Ignoro si el señor Pirfano es devoto de Roland Joffé o si vio su obra maestra La misión, pero lo que sí sé es que “Un beso para el mundo” recuerda mucho al maravilloso comienzo de aquella película. La cinta se inaugura a los acordes de la banda sonora de Ennio Morricone y con la imagen de un joven jesuita, el padre Gabriel, que se adentra en la selva del Amazonas sin más arma o protección que un oboe. Y se vale de él no solo para conjurar su miedo sino también para establecer contacto con los nativos con los que se encuentra empleando para ello el lenguaje más universal que se conoce, la música.
Ese mismo lenguaje, encarnado ahora en la novena sinfonía de Beethoven, es el que un grupo de jóvenes músicos españoles quiere llevar este año a los rincones más olvidados de África, Asia y Latinoamérica. Su intención es actuar desinteresadamente, no en teatros ni en auditorios sino en pequeñas aldeas y localidades desfavorecidas para ofrecer lo más valioso que tienen, su talento, su amor por la música. Y sin embargo lo que ofrecerán será algo aún más útil a mi modo de ver. Vivimos en un mundo mediático que se mueve por impulsos tan intensos como efímeros y donde la visibilidad es clave para resolver dramas o tragedias. Lamentablemente nada, por muy atroz o injusto que sea, existe a menos que alguien ponga foco sobre ese sufrimiento. De ahí que iniciativas como “Un beso para el mundo” pueden cumplir una doble función. No se trata solo de acercar la gran música a quienes de otro modo jamás podrían disfrutarla sino también de dar altavoz a su miseria. La música es poderosa. Ha servido y sigue sirviendo año tras año para arrancar de las garras de la violencia a niños y jóvenes que, gracias a iniciativas como las de Carlinhos Brown, en Brasil, o la Orquesta Sinfónica Nacional de la Juventud Venezolana Simón Bolívar, en Venezuela, han llegado a convertirse en músicos que triunfan en el mundo entero. Y, si miramos atrás en la historia, vemos que el oboe del padre Gabriel que se utiliza como símbolo en la película La misión hizo mucho más que asombrar o deleitar nativos de Brasil, Argentina o Paraguay. Pocos años después de la llegada de los jesuitas a América, el lenguaje de la música del que ellos se valieron, se convertiría primero en vehículo y luego en piedra angular de lo que se conoce como reducciones o misiones, uno de los experimentos de convivencia y progreso más interesantes que ha habido nunca en la historia. Los tiempos cambian y los oboes, flautas, violines y pianos de hoy en día no ayudarán a crear sociedades nuevas como en tiempos de la Conquista, pero sí pueden lograr otras conquistas no menos importantes. No solo las antes señaladas como hermanar sensibilidades a través de la música o dar visibilidad a injusticias que bien la merecen. También las de abrir camino a otras iniciativas similares que ayuden a tender puentes más duraderos. Por eso he querido empezar el año haciéndome eco de esta idea. En el principio fue el verbo, dice la Biblia, y a los escritores nos gusta pensar que es cierto, puesto que se trata del material sensible con el que trabajamos a diario para comunicarnos. Sin embargo, todos sabemos, y así lo atestiguan los rudimentarios instrumentos que se han encontrado, que mucho antes de que de labios del hombre brotara palabra alguna, existía ya la música. Un directo al corazón de cualquiera entonces y también ahora. El verdadero esperanto de todos los sentimientos.

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