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Una tonta confusión

Decía Pérez Reverte en un artículo hace unas semanas que lo iban a volver diabético entre tanto gilipollas. Que nunca había habido tal cantidad de soplacirios en la política, la cultura, el feminismo o la sociedad y que su salud se resentía con tanto buenrrollismo y tanta propuesta de besarse en la boca para que las cosas vayan bien. A mí todavía no me ha dado el coma diabético, pero reconozco que semejante sobredosis de azúcar –y de tan baja calidad– me tiene también bastante estomagada. Me refiero ahora a esa cantidad de gestos y buenas palabras a las que nos tienen acostumbrados desde los actores de Hollywood hasta los políticos, pasando por personas anónimas con afán de protagonismo. Frasecillas guays o chorradas varias como regalar abrazos, ponerse una pulserilla de colores o encender un mecherito para simbolizar su unión con el universo o su “solidaridad” con los pobres de África y su “respeto” por el ecosistema. Como si hacer estas bobadas u otras igualmente simbólicas y estériles sirviera para algo más que para llamar la atención de una prensa tan lela como ellos, que jalea, a su vez, esta diarrea de vacuidades. El confundir gestos con actos es muy sintomático de nuestro tiempo y también muy infantil. Vivimos en la sociedad de la comunicación en la que se dice que una imagen (por bobalicona o falsamente “buena” que sea) vale más que mil palabras. Nos hemos acostumbrado a juzgar por impulsos, por intuiciones, por corazonadas, como cuando decidimos dar nuestro voto a un candidato político porque su cara nos inspira confianza o nos parece simpático. Se tiende a dar más valor a la intuición que a la reflexión porque, siempre según esta forma de pensar simplista que nos domina, “la intuición viene del corazón y la reflexión de la cabeza”. Cada vez que oigo este discursito a mí me sube la insulina porque me parece otra estupidez digna de nuestros tiempos.

La intuición, el ir “donde el corazón te lleve” y demás palabrería puede funcionar en asuntos sentimentales (y aún así con reparos), pero para otras decisiones, pasada la adolescencia, me parece una ingenuidad no hacer caso de lo que nos dice nuestra cabeza. Si uno tiene intuición y también inteligencia será para aprovecharse de ambas, digo yo, no para denostar a esta última. Lo que más me preocupa de todo lo que acabo de mencionar no es la estulticia que encierra; allá cada uno si prefiere los gestos a los actos, los impulsos a la inteligencia y el buenrrollismo a la bondad. Al fin y al cabo, tarde o temprano la realidad se impone y pone a cada uno en su sitio. Lo que me inquieta realmente es que todas estas actitudes denotan algo que ya se manifiesta en otras muchas cosas como en los gustos, la moda, la sensibilidad y también la literatura y el cine. Me refiero a una infantilización general de la sociedad. En la literatura y en el cine el fenómeno es muy evidente. En mi adolescencia, por ejemplo, ni se me hubiera ocurrido ir a ver películas como Piratas del Caribe o Spiderman, ocupada como estaba con las de arte y ensayo. Ahora en cambio voy y me divierten. Lo mismo ocurre con la literatura. Los jóvenes de entonces nos fascinábamos con El lobo estepario; ahora se chiflan con Harry Potter o con La catedral del mar. Otro tanto se podría decir de la música (y no voy a hablar de Chikilicuatre ni de Las Supremas de Móstoles, porque sería una obviedad). Escribo todo esto y me echo a temblar. Una vez que se me ocurrió decir que nos estábamos infantilizando, recibí un montón de mails furibundos replicando que qué tenía de malo ser infantil, que era mucho mejor para la humanidad mantener vivo el niño que hay en todos nosotros y bla, bla. A esto debo decir que me parece muy bien pero siempre que implique ser de verdad como niños, es decir, saber que tanta chorrada es sólo un juego. Los niños distinguen perfectamente el juego de la realidad; ellos entran y salen de la fantasía todo el tiempo porque en eso consiste crecer y madurar. Lo grave es quedarse en el mundo de Pin y Pon o en el de la gallina Caponata o en el de Shin-Chan. Eso no es ser niño, simplemente es ser tonto.

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